Adiós al gran cronista norteamericano

A los 76 años murió el escritor John Updike. Autor prolífico, escribió la saga de Conejo Angstrom.

Siempre candidato al Nobel, dos veces ganador del Pulitzer, colaborador eterno de la mejor revista literaria de todos los tiempos, «The New Yorker»; autor de medio centenar de libros, y agudo observador de la realidad, pero sobre todo magnífico traductor de esa misma realidad que él siempre enfocaba en la clase media norteamericana.

John Updike, quien murió ayer a los 76 años de un cáncer de pulmón, seguramente será recordado por todos esos datos que levan su currículum aunque no terminan de darle forma a ese hombre de sonrisa casi permanente. Porque, como suele ocurrir con los escritores, mucho más que todos aquellos datos carísimos valen sus páginas. Y en Updike, esa cuenta da un saldo siempre positivo. «Ningún escritor norteamericano ha escrito tantas obras de tanta calidad durante tanto tiempo», dijo nada menos que la decana de las letras canadienses Margaret Atwood.

Autoproclamado hijo literario del otro gran escritor norteamericano John Cheever, Updike se hizo no sólo conocido sino prácticamente sinónimo de best seller con su saga de Harry «Conejo» Angstrom, un álter ego del escritor. Publicados con casi una década de diferencia, los libros -«Corre, Conejo» (1960), «El regreso de Conejo» (1971), «Conejo es rico» (1981), «Conejo en paz» y «Conejo en el recuerdo y otras historias» (2000)- sirven para tomarle el pulso a la sociedad norteamericana de la posguerra y para radiografiar casi con obsesión a la clase media y, sobre todo, el amor, la pasión, la infidelidad, la traición, el sexo y el divorcio, los temas más visitados en sus obras. Updike ganó dos veces el Pulitzer con dos títulos de esa saga, un honor que pocos grandes de la literatura comparten: otro de ellos es William Faulkner. Y hay quienes dicen que la edición de toda la saga junta (1.500 páginas), cosa que se hizo en el 2003, es algo así como la «gran novela norteamericana».

Updike se hizo fuerte en el realismo. «La realidad -definió brillantemente en una entrevista con «El País» en el 2007- está en la base de nuestros deseos, de nuestros pensamientos, de nuestros recuerdos, y los novelistas no somos sino comentaristas de la realidad. Decimos lo que en ella hay de maravilloso o de terrible o de misterioso. En ningún lugar me siento más cómodo que instalado en la realidad, cerca de la gente normal. Es de ellos acerca de quienes escribo. Acerca de la clase media, ni los más ricos y privilegiados, ni los más pobres, sino del ciudadano medio, los hombres y mujeres que tratan de sobrevivir día a día en la lucha diaria que es la vida cotidiana».

Justamente en ese escenario que puede parecer muchas veces tedioso o desabrido Updike logra rescatar las mejores escenas de frustraciones, pasiones y ansiedades que enredan a los hombres. Porque, justamente, el talento de Updike, como el de los grandes artistas, es transformar ese material con el pincel de sus palabras y con el color de su prosa.

Pero esa capacidad para observar y subrayar aquello que se asoma le trajo varias polémicas. Una fue en 1968 con su libro «Parejas», que describía los cambios de costumbres que había traído aparejados la liberación sexual en Estados Unidos pero básicamente enfocando la complejidad humana detrás de las apariencias. Sus obras de ficción, poemas y ensayos revelan un interés persistente por las cuestiones filosóficas, morales y religiosas, vistos desde el punto de su afianzado protestantismo. «Las tres cosas sagradas en la existencia humana son el sexo, el arte y la religión», escribió una vez este nieto de ministro presbiteriano.

Updike, que nació el 18 de marzo de 1932 en Pennsylvania, comenzó a escribir por insistencia de su madre, una profesora que además le inculcó el amor por el arte. Y Updike le hizo caso. Tuvo una beca en Harvard, donde logró el cargo de presidente del Harvard Lampoon antes de graduarse con sobresaliente cum laude en Literatura Inglesa. Luego estudió artes en Oxford.

Desde los once años era un lector fanático de «The New Yorker». Quizá por eso no dudó en decir que uno de los días más felices de su vida, «casi tanto como cuando nació mi primer hijo», fue cuando la revista le publicó una poesía. «Me pareció que se me había dado permiso para entrar en el paraíso terrenal de la letra impresa», dijo. Y allí, o en sus muchos libros, él vivió en el paraíso.


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