Algo más que una imagen
La "ofensiva" de los satíricos y el burdo ataque emprendido por el gobierno son síntomas de un mal muy profundo.
Cualquier persona decente sentirá simpatía por el presidente Fernando de la Rúa que, para su propio desconcierto y aquel de sus asesores, se ha visto convertido en objeto de burla por diversos medios de difusión, pero, como sin duda ya entiende, los intentos oficiales de convencer a los satíricos de la conveniencia de tratarlo con más respeto no pueden sino resultar contraproducentes. En efecto, la consecuencia más notable de las protestas oficiales ha consistido en propagar la impresión – es de esperar que sea falsa -, de que tanto el protagonista involuntario de este show denigrante como los miembros de su gobierno viven pendientes de las bromas de un conjunto abigarrado de comediantes televisivos y caricaturistas, lo cual, obvio es decirlo, ha servido para difundir aún más la idea de que el presidente es un hombre irremediablemente vacilante, torpe y verborrágico. Puesto que los publicistas gubernamentales se habían esforzado tanto por proyectar una imagen totalmente distinta, es comprensible que muchos miembros del entorno delarruista no hayan podido disimular su amargura: entre otras cosas, Marcelo Tinelli, Nik y otros profesionales se las han arreglado para desenmascararlos como los aficionados que son al derrotarlos en el campo de batalla que ellos mismos habían elegido.
Pero está en juego mucho más que la rivalidad entre distintos equipos de fabricantes de imagen. Por ser la Argentina un país exageradamente caudillista, la presunta personalidad del presidente de turno incide en las actitudes y en la conducta de los demás, y la convicción, justificada o no, de que De la Rúa no cuenta con la autoridad necesaria para poner en su lugar a un peso pluma como el ministro de Desarrollo Social, Juan Pablo Cafiero, ha contribuido a intensificar la sensación de descontrol que está provocando tantos perjuicios en todos los ámbitos de la vida nacional. Sin embargo, sucede que el éxito indiscutible que han logrado los especialistas en mofarse de las pretensiones de los poderosos al ensañarse con la figura de De la Rúa se debe menos a su propia habilidad, que en verdad dista de ser notable, que al hecho de que la imagen presidencial que han construido se asemeja demasiado al presidente auténtico. Aunque en ocasiones De la Rúa se ha mostrado dispuesto a tomar medidas ingratas, sería difícil negar que hasta ahora su gestión se ha caracterizado por su escasa voluntad de actuar con el vigor y la decisión que exigen las circunstancias. Por supuesto que es legítimo atribuir tal deficiencia a las dificultades enormes supuestas por su condición de jefe de una coalición que se ve dominada por individuos que son locuazmente contrarios al «rumbo» que se ha visto obligado a seguir, pero esto no es ningún consuelo para una ciudadanía que, si bien un tanto tardíamente, entiende que lo que el país necesita hoy en día es un gobierno que sea más firme que el actual y que en la raíz de su debilidad está la personalidad del presidente.
De todos modos, la «ofensiva» de los satíricos y el burdo contraataque emprendido por el gobierno constituyen síntomas de un mal muy profundo. Por razones que podrían calificarse de estructurales, la Argentina parece ser incapaz de dotarse de un Poder Ejecutivo que sea a la vez democrático, honesto, enérgico y que esté plenamente comprometido con la tarea urgente de apurar la transformación del país en un integrante viable del concierto internacional. La opción brindada por Carlos Menem, la de entregarse a un «transgresor» que a cambio de algunos aciertos aprovecharía las oportunidades disponibles para mejorar su propia situación personal, permitió intentar solucionar algunos problemas pero creó otros que serían sumamente graves. Como reacción contra los excesos del menemismo, el país decidió confiarse a un gobierno de rasgos claramente diferentes pero, en el fondo, igualmente defectuoso. Para tratar de combinar los méritos de ambas estrategias, De la Rúa se sintió constreñido a invitar a Domingo Cavallo a regresar al ministerio de Economía, pero ni siquiera la presencia de un hombre tan «hiperquinético» ha resultado suficiente como para compensar la debilidad patente del presidente.
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