Ante el desafío islamista

A los fanáticos les importan mucho más las ideas que los motivan que el destino propio o, huelga decirlo, aquel de los demás. Es de prever, pues, que los yihadistas del Estado Islámico continúen librando una guerra total contra el resto del género humano a pesar de haber perdido el último pedacito del “califato” que, hace apenas un par de años, llegó a dominar partes sustanciales de Siria e Irak.

Cuando las fuerzas kurdas y sus coyunturales aliados árabes por fin lograron terminar con la resistencia de EI en la pequeña localidad siria de Baguz, políticos occidentales y los periodistas que procuran mantenernos informados acerca de lo que está ocurriendo en el Oriente Medio advirtieron que sería un grave error suponer que la derrota seria definitiva.

Para algunos, fue una manera de amonestar a Donald Trump por haber cantado victoria algunos días antes, ya que hasta hace muy poco habían sido reacios a señalar que el poder de EI dependía menos de su capacidad militar que de la ideología que representaba.

Antes bien, daban a entender que los yihadistas eran víctimas del caos provocado por Estados Unidos en el Oriente Medio o jóvenes nacidos en el Occidente que se habían “radicalizado” a causa del racismo o la islamofobia que habían tenido que enfrentar.

Tal actitud puede comprenderse. Puesto que lo último que quieren los dirigentes occidentales es que en Europa estalle una guerra religiosa, les parece más sensato negar que haya vínculos entre el islam y los atentados sanguinarios que se perpetran en su nombre, pero su voluntad de apaciguar así a las nutridas comunidades musulmanas que se han establecido en Europa y algunas partes de Estados Unidos los hace pisotear principios básicos de la cultura occidental moderna, al hacer de la blasfemia -contra el islam, se entiende-, un delito, y de ofender los sentimientos del grueso de la población local que no cree que sea una religión llamativamente pacífica sino una que es muy agresiva.

También molesta la noción de que hay que pasar por alto el antisemitismo que es endémico en todas las colectividades musulmanas, además de asuntos como la homofobia, la subordinación sistemática de la mujer, la mutilación genital de niñas y el uso creciente del velo, cuando no de la burka, con el presunto propósito de marcar diferencias con los infieles. Es por tales motivos que en Europa han surgido docenas de partidos “ultraderechistas” que, en algunos países, parecen estar en vías de desplazar a los centristas tradicionales.

La estrategia elegida por los gobiernos norteamericanos antes de la irrupción de Trump, y por muchos europeos, se basa en la idea de que el yihadismo es un problema que fue creado por el Occidente, de suerte que para eliminarlo sería suficiente que las sociedades responsables se sometieran a algunas reformas, pero si es de origen eterno les será necesario resignarse a que las nutridas comunidades musulmanas que se han establecido en Europa y algunos lugares en Estados Unidos plantean riesgos que les será necesario enfrentar.

Molesta la noción de que hay que pasar por alto el antisemitismo en las colectividades musulmanas, además de la homofobia, la subordinación de la mujer, la mutilación genital y el uso del velo.

Aunque los líderes islamistas están más que dispuestos a aprovechar la adicción occidental a la autocrítica, no se les ocurriría aplicar el mismo método a su propio ideario. Para ellos, el pueblo musulmán es el gran protagonista de la historia humana, el islam está en el centro del universo, mientras que los demás, los cristianos, judíos, ateos, hindúes, budistas y otros, están en la periferia.

Es una cuestión de perspectiva que para muchos occidentales, acostumbrados como están a ver todo a través de lentes “eurocéntricas”, es casi imposible entender.

La resistencia a tomar en serio el proyecto político islamista es tan fuerte que pocos se han dado el trabajo de analizar la ideología subyacente como hacían estudiosos de generaciones anteriores preocupados por el marxismo o distintas variantes del fascismo. Puesto que a su entender sólo los “islamófobos” imaginan que hay una conexión entre los versos del Corán y otros textos sagrados que citan los yihadistas y lo que éstos hacen, siguen tratándolos como si fueran meros excesos poéticos.

Cuando un sujeto australiano masacró a cincuenta musulmanes en mezquitas de la ciudad neozelandesa de Christchurch, dirigentes políticos, académicos influyentes y periodistas no vacilaron en atribuir la atrocidad a su ideología -una mezcla ecléctica de ecologismo, supremacía blanca y admiración por la China comunista-, para entonces exigir que las autoridades tomen medidas para combatirla censurando a quienes criticaban al islam.

Es como si creyeran que sólo los de origen europeo son capaces de actuar por motivos ideológicos, a diferencia de los demás que, claro está, siempre son víctimas de la maldad imperialista.


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