Choque gradual
Editorial
En el pasado autoritario, para que se pusiera en marcha transformaciones profundas bastaba con que un pequeño grupo de dirigentes entendiera que el futuro de su sociedad sería trágico a menos que cambiara. A mediados del siglo XIX, los líderes del Japón comprendieron muy bien que su país tendría que optar entre occidentalizarse a rajatabla por un lado y, por el otro, resignarse a ser una colonia o protectorado bien de Gran Bretaña o bien, quizás, de Estados Unidos. Aunque la mayoría abrumadora de sus compatriotas creían fantasiosa esta posibilidad, sus dudas no incidieron en absoluto en el pensamiento de la elite imperial gobernante que procedió a llevar a cabo una revolución que en poco tiempo modificaría drásticamente el mapa geopolítico del planeta. De más está decir que en nuestro país la situación es muy pero muy distinta. Aunque en la actualidad suele ser preciso que amplios sectores se convenzan de la necesidad impostergable de emprender reformas, aquí el pueblo es en muchos sentidos más realista que la elite dirigente. Aunque amplios sectores saben desde hace años que «el cambio» es urgente, la clase política, a diferencia de su equivalente en el Japón decimonónico, parece resuelta a asegurar que no se produzca nunca. Si bien por ser lectores asiduos de las encuestas de opinión sus representantes han adquirido la costumbre de aludir al «cambio» en sus discursos, su interés en procurar concretarlo es mínimo.
Puede que esta actitud esté por modificarse, pero si esto sucede sería porque las próximas fases de una crisis que ya ha durado mucho tiempo resultaran llamativamente peores que las anteriores. Si el deterioro sigue siendo relativamente gradual, como ha sido el caso hasta ahora, los dirigentes establecidos lograrán adaptarse a las nuevas circunstancias sin demasiados problemas. Años de experiencia han servido para convertirlos en expertos consumados en el arte de minimizar sus propios fracasos que atribuyen ya a sus rivales, ya a la maldad del mundo exterior, reacción instintiva que les ha permitido conservar sus puestos de mando a pesar de reveses que en buena lógica deberían de haber redundado en la marginación de buena parte de la clase política.
En el exterior, son muchos los que siempre han dado por descontado que lo que la Argentina necesita es un «choque» que la obligue a hacer frente a ciertas realidades contemporáneas. Sin embargo, incluso los más atraídos por esta teoría sencilla suelen ser reacios a permitir que el país «caiga». Su cautela puede entenderse. Temen no sólo por las repercusiones para «los mercados» y por una economía mundial que parece dirigirse hacia una recesión generalizada, sino también por las eventuales consecuencias políticas y hasta humanitarias. Al fin y al cabo, no beneficiaría a muchos en los países avanzados que un desplome económico en la Argentina inaugurara un período de caos en una región antes considerada a la vez tranquila y promisoria. Por eso, hasta ahora al menos, el FMI y Estados Unidos siempre se han mostrado dispuestos a ayudarnos cuando el «choque» parecía estar a punto de producirse con el resultado de que aún abundan los políticos que se niegan a creer que el país ya ha cruzado los límites y que por lo tanto le será forzoso intentar vivir con lo suyo hasta que el resto del mundo confíe en que por fin ha comenzado a reformarse.
Para una clase dirigente lúcida, un peligro potencial, como el enfrentado por el Japón feudal, es suficiente como para producir una reacción positiva. Para la nuestra, por desgracia, ni siquiera la evidencia más contundente de que los riesgos que le esperan son auténticos ha logrado convencerla de que no puede seguir como si sólo fuera cuestión de algunos dolores de cabeza coyunturales achacables a nada más que el letargo que caracteriza al presidente Fernando de la Rúa o la rigidez del régimen cambiario. La decadencia ha resultado ser tan prolongada que el país en su conjunto ya se ha adaptado a esta realidad desagradable, aceptándola como si se tratara de un mandato divino o de una aberración ideológica, no de la conducta de las miles de personas que conforman la clase gobernante nacional y que disfrutan del respaldo efectivo, si bien no del afecto o el respeto, del grueso de la ciudadanía.
En el pasado autoritario, para que se pusiera en marcha transformaciones profundas bastaba con que un pequeño grupo de dirigentes entendiera que el futuro de su sociedad sería trágico a menos que cambiara. A mediados del siglo XIX, los líderes del Japón comprendieron muy bien que su país tendría que optar entre occidentalizarse a rajatabla por un lado y, por el otro, resignarse a ser una colonia o protectorado bien de Gran Bretaña o bien, quizás, de Estados Unidos. Aunque la mayoría abrumadora de sus compatriotas creían fantasiosa esta posibilidad, sus dudas no incidieron en absoluto en el pensamiento de la elite imperial gobernante que procedió a llevar a cabo una revolución que en poco tiempo modificaría drásticamente el mapa geopolítico del planeta. De más está decir que en nuestro país la situación es muy pero muy distinta. Aunque en la actualidad suele ser preciso que amplios sectores se convenzan de la necesidad impostergable de emprender reformas, aquí el pueblo es en muchos sentidos más realista que la elite dirigente. Aunque amplios sectores saben desde hace años que "el cambio" es urgente, la clase política, a diferencia de su equivalente en el Japón decimonónico, parece resuelta a asegurar que no se produzca nunca. Si bien por ser lectores asiduos de las encuestas de opinión sus representantes han adquirido la costumbre de aludir al "cambio" en sus discursos, su interés en procurar concretarlo es mínimo.
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