Conservadurismo asfixiante
De tomarse en serio la propaganda oficial, gracias a la lucidez y valentía del presidente y ministro de Economía de facto Néstor Kirchner, la Argentina está bien blindada contra los choques procedentes del exterior ya que cuenta con una cantidad impresionante de reservas, disfruta de un superávit fiscal enorme, ha resuelto el problema de la deuda pública desplumando a los buitres y, para rematar, se ha liberado definitivamente del Fondo Monetario Internacional, una organización que durante décadas hizo cuanto pudo para arruinar el país obligándolo a aplicar políticas insensatas. Sin embargo, parecería que algunos están convencidos de que aún falta mucho para que se acerque a las puertas del paraíso. Al producirse el primer sacudón financiero grave que ha experimentado el mundo desde que Kirchner inició su gestión, el país más golpeado resultó ser la Argentina. Se derrumbó la bolsa porteña, el valor de los bonos cayó en picada y, en opinión de las calificadoras de riesgo, las perspectivas frente al país son más inciertas que las de cualquier otro en América Latina, sin excluir Ecuador, razón por la que nadie salvo Hugo Chávez está dispuesto a prestarle plata.
Es de suponer que, desde el punto de vista oficial, el pesimismo así manifestado puede atribuirse a los prejuicios ideológicos de quienes se niegan a apreciar las bondades del exitoso «modelo productivo» o, en algunos círculos kirchneristas, a la perversidad intrínseca del capitalismo globalizado, pero para los demás el que haya tantas dudas en torno del futuro próximo de dicho modelo se debe a algo más que al rencor neoliberal. Cuando de la economía se trata, las expectativas propenden a ser decisivas. Si los empresarios y financistas creen que tarde o temprano la Argentina sufrirá otra de las grandes crisis que suelen estallar a intervalos de aproximadamente diez años, es más probable que una efectivamente se produzca. Aunque nadie prevé que ello suceda mañana, entre los agentes económicos está consolidándose el consenso de que, a menos que el gobierno corrija a tiempo la estrategia que eligieron Eduardo Duhalde, Roberto Lavagna y compañía y que Kirchner optó por mantener, la Argentina pagará un precio muy elevado por haber desperdiciado la oportunidad que le fue brindada por una coyuntura internacional sólo equiparable con la de un siglo antes, cuando funcionaba como «el granero del mundo».
Por cierto, los augurios no son nada prometedores. Mientras el INDEC mira para otro lado, la inflación continúa cobrando fuerza rumbo al treinta por ciento anual. El superávit fiscal se reduce cada vez más y la balanza comercial tiende a equilibrarse. Por falta de inversiones escasea la energía y, luego de haber sido exportador de petróleo y gas, el país pronto tendrá que importarlos en cantidades crecientes, justo cuando los precios amenazan con irse a las nubes: huelga decir que Venezuela y Bolivia, países gobernados por «izquierdistas» que dicen aborrecer el capitalismo, insistirán en vendérnoslos al precio fijado por el mercado. Los conflictos laborales se hacen más frecuentes y, sobre todo en Santa Cruz, violentos. La deuda pública ya ha alcanzado el nivel que ostentaba en vísperas del default. Está configurándose, pues, un panorama que se asemeja bastante a los que en el pasado no muy lejano precedieron a períodos de desbarajuste en que, como siempre ocurre, algunos se las arreglaron para enriquecerse todavía más y otros, la mayoría, se vieron depauperados.
La incapacidad de la Argentina para emular a países de conformación similar como Australia y Canadá, o de culturas sociales afines como España e Italia, se debe en buena medida al conservadurismo obstinado de las elites políticas e intelectuales. Parecería que el crecimiento asombroso que experimentó el país en la segunda mitad del siglo XIX los convenció de una vez y para todas de que el único problema significante que les correspondería solucionar es qué hacer con tanta riqueza natural. A pesar de todo lo sucedido a partir de aquellos días, la mentalidad rentista resultante afecta por igual a izquierdistas, derechistas y moderados que todavía se resisten a entender que, a menos que uno viva en un emirato petrolero escasamente poblado, en el mundo actual la prosperidad no depende de la posesión de recursos naturales sino de la creación de estructuras productivas sumamente complejas que abarcan empresas grandes, medianas y chicas, un sistema educativo apropiado e instituciones políticas que sean algo más que cáscaras huecas y leyes adecuadas. Merced a la negativa principista de tantas personas a dejarse influir por ejemplos foráneos, el poder de compra de la mayoría apenas ha cambiado desde comienzos de los años setenta, mientras que incluso en los países ricos de crecimiento relativamente lento se ha duplicado.
Por desgracia, el modelo vigente, que se basa en la transferencia sistemática de recursos de los sectores más competitivos a los menos, dista de favorecer la producción. Antes bien, fue concebido con el propósito explícito de ayudar a aquellas empresas que son tan poco productivas que les sería imposible sobrevivir mucho tiempo si se vieran privadas de subsidios o de las barreras proteccionistas que sirven para mantener a raya a los «invasores» brasileños y chinos. En teoría, tales empresas deberían recompensar a los contribuyentes y consumidores que las sostienen haciéndose más eficientes con miras a prepararse para cuando ya tengan que valerse por sí mismas. Algunas lo habrán hecho, pero todo lleva a pensar que la mayoría no ha hecho ningún esfuerzo por modernizarse. Acostumbradas como están a que una etapa proteccionista sea seguida por otra de apertura «indiscriminada», se limitan a aprovechar el buen momento mientras dure.
El esquema así supuesto goza del respaldo de quienes se imaginan progresistas porque se viste de ropaje patriótico. Creen que en el fondo es una cuestión de reivindicar lo propio contra lo ajeno, aun cuando lo propio se caracteriza por el apego a métodos anticuados y es evidente que la presunta necesidad de conservar intacta la industria nacional tal y como es frena el desarrollo del país y por lo tanto contribuye a que más de la mitad de la población sea muy pero muy pobre. En la Argentina, el nacionalismo es defensivo, para no decir pasivo. Mientras que en otras partes del mundo los nacionalistas exigen a sus compatriotas trabajar más, ahorrar más, estudiar más y arriesgarse más, aquí a menudo hacen gala de la indignación que les produce la mera idea de que conviniera un gran esfuerzo individual y colectivo: a su entender sería una forma de adaptarse a las circunstancias cuando es deber de toda persona de bien combatirlas. Es por eso que hablan tanto de la «deuda social», como si la solución del atraso consistiera no en aumentar radicalmente la productividad de la economía argentina sino en repartir de manera distinta lo que ya produce.
So pretexto de que nunca soñaría con ceder frente a «las presiones y aprietes» de organizaciones internacionales, gobiernos extranjeros, inversores decepcionados y economistas ortodoxos, desde que se instaló en la Casa Rosada Kirchner ha hecho de su negativa a emprender cambios importantes el leit motiv de su gestión. Es con toda seguridad el presidente más conservador que haya tenido el país. Su propia retórica y la de sus simpatizantes más fervorosos se inspira en la noción de que la gran crisis del 2001 y el 2002 debería habernos enseñado lo imperdonable que fue procurar integrar la Argentina al mundo en vías de globalizarse de los años noventa puesto que, manejado por él, el orden supuesto por el corporativismo peronista tradicional es muy superior a los esquemas que se aplican en otras partes del planeta. Tal ilusión pareció plausible mientras el resto del mundo colaboraba, pero el fuerte impacto aquí de las tormentas financieras que están agitando a todos los mercados hace sospechar que, aunque el agro siga reportando divisas para repartir, muy pronto nos toparemos con los límites del «modelo productivo».
JAMES NEILSON
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