Corazón y pases cortos 26-5-03
Hace 30 años -él lo reveló- estuvo entre el gentío, en la Plaza de Mayo, acompañando esperanzado al gobierno constitucional del peronista Héctor Cámpora. Ayer, durante 8 minutos, como Presidente de los argentinos, se asomó al balcón de la Rosada, para -en palabras de un estrecho colaborador- intentar transmitir con su fuerza, simpleza y voluntad, ánimo a una población que lo recibió con expectativa, sin euforias desmedidas.
Cuando no hay un conocimiento exacto sobre los motivos de tantas frustraciones nacionales se apela a las conjeturas. Y de cada diez conjeturas, nueve son erróneas. Néstor Kirchner instaló discursivamente un «sueño» de cambio, en el que se da por concluida una forma de hacer política y un modo de gestionar al Estado. La meta: reconstruir «un capitalismo nacional» sin «cerrarse al mundo». Los esbozos del mensaje en la Asamblea Legislativa dejaron clara la dirección de su administración. Se marcha hacia una social democracia en un planeta con clara hegemonía de Estados Unidos, y con la Unión Europea intentando contrabalancear comercialmente el sistema unipolar vigente desde que la Unión Soviética se cayó de uno de los platillos de la balanza.
En el estilo K hay mucho estímulo al corazón y los pases cortos. Aunque no puede disimularse que detrás de su bienintencionado propósito de trabajar con los que se comprometen con el futuro y no con el pasado, se esconde el aparato del duhaldismo bonaerense. En la víspera esta descomunal maquinaria, sobre todo del partido de La Matanza, movilizó a miles de personas. Exaltó al patagónico (y, por supuesto, al «jefe» que partió a descansar a Brasil) y denostó a Carlos Menem, quien cruzó la Cordillera, para refugiarse en los brazos de la chilena Cecilia Bolocco.
El santacruceño -Lupo, para sus adherentes más enfervorizados-, hizo notar que convivirá con el conflicto, consciente de que el arquero que sobrepasa el blanco, comete igual falta que el que no le alcanza.
¿Dónde estarán los problemas? En la desocupación y en la pobreza («la tragedia cívica» que conduce al «clientelismo político» tan enquistado en su propio movimiento). En la relación con los bancos y las corporaciones económicas. En el delito («de guante blanco, naturaleza común, mafias organizadas»). En la lucha contra la corrupción y la impunidad. En el desapego tan argentino a las normas. En el combate contra los evasores fiscales. En las Fuerzas Armadas, cuya cúpula descabezó de un solo tajo. En la integración latinoamericana salvaguardando un vínculo «serio, amplio y maduro con EE.UU». En pagar la deuda externa, pero «no a costa del hambre de nuestro pueblo».
Con un Duhalde esperando ser «un hombre de consulta permanente» (dejó a sus escuderos haciendo profesión de fe kirchnerista en el Congreso), el dirigente que llegó a Buenos Aires impulsado por los fríos vientos sureños, trató de apaciguar viejas y mortíferas rencillas: «Llegamos sin rencores -dijo- pero con memoria. Memoria no sólo de los errores y horrores del otro, sino también memoria sobre nuestras propias equivocaciones. Memoria sin rencor que es aprendizaje político, balance histórico y desafío actual de gestión».
A partir de hoy, K deberá llevar a la práctica sus ideales. Ayer rompió el protocolo, se mezcló con la multitud y recibió un golpe en la frente. «No soy peronista, pero quiero que le vaya bien», le dijo una mujer de clase media, mientras él, feliz, trataba de secarse la sangre con un pañuelo.
Desconfiado de los lobbies empresarios, K se enterneció con el fervor de los humildes que, a su vez, lógicamente incrédulos, anhelan que acierte el nuevo equipo de gobierno. Equipo que, en principio, agotará hasta diciembre el trunco período constitucional de Fernando de la Rúa. Su misión inmediata es elaborar consensos y conducir a un ambiente que destierre la emergencia y restablezca la -olvidada- sensación de bienestar.
Arnaldo Paganetti
Hace 30 años -él lo reveló- estuvo entre el gentío, en la Plaza de Mayo, acompañando esperanzado al gobierno constitucional del peronista Héctor Cámpora. Ayer, durante 8 minutos, como Presidente de los argentinos, se asomó al balcón de la Rosada, para -en palabras de un estrecho colaborador- intentar transmitir con su fuerza, simpleza y voluntad, ánimo a una población que lo recibió con expectativa, sin euforias desmedidas.
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