Crecimiento y desarrollo

No fue gracias a nada parecido a una “revolución productiva” que la Argentina disfrutó de varios años de crecimiento “a tasas chinas” sino a una devaluación brutal, el ajuste extraordinariamente severo que fue aplicado por el gobierno de Eduardo Duhalde, las inversiones que se hicieron en la tan denostada década de los noventa y, desde luego, un boom fenomenal de los commodities, en especial de la soja, pero todo hace pensar que la etapa triunfalista así supuesta ya ha terminado y que lo que nos aguarda es un período prolongado signado por la “estanflación”. Es que, como acaba de recordarnos el titular actual de la Unión Industrial Argentina, José Ignacio de Mendiguren, “crecés con lo que tenés: la soja pasa de 150 a 600 dólares y quedate tranquilo que crecés; pero eso no es desarrollo”, de ahí su temor a que, una vez más, “el tren del desarrollo vuelve a pasar y no lo estamos tomando”. De Mendiguren, un hombre habitualmente considerado un oficialista cabal, dista de ser el único que se siente preocupado por la falta de desarrollo auténtico. Comparten su punto de vista representantes de casi todas las distintas opciones políticas; entienden que, en última instancia, el progreso económico depende de un sinnúmero de factores y que, a menos que los gobernantes y los empresarios consigan impulsar las innovaciones necesarias, el nivel de vida de la mayoría nunca podrá mejorar mucho. La Argentina es, desde hace muchísimo tiempo, un país de ingreso mediano que depende de sus exportaciones agropecuarias. Según los expertos del Banco Mundial y otras instituciones equiparables, no es tan difícil para un país dotado de recursos naturales o humanos adecuados dejar atrás la pobreza extrema, pero sí lo es continuar avanzando hasta que la mayoría perciba ingresos comparables con los de América del Norte y Europa occidental, como hicieron en su momento el Japón y Corea del Sur. Para seguir enriqueciéndose, será preciso que hagan un aporte positivo centenares de miles, acaso millones de personas, ya que, con la excepción de algunos emiratos petroleros escasamente poblados, el ingreso promedio de un país determinado depende de la productividad del conjunto y de su capacidad para adaptarse con rapidez a circunstancias cambiantes. En países, como la Argentina, que se han visto privilegiados por la naturaleza y otros, entre ellos China, que han conseguido aprovechar una coyuntura pasajera, un período de crecimiento macroeconómico impresionante suele tener el efecto perverso de fortalecer los instintos conservadores. El gobierno de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner insiste en aferrarse al “modelo” por suponer que lo que según los datos disponibles funcionó muy bien en los años que siguieron al desplome del 2001 y el 2002 seguirá brindando los mismos resultados en los años venideros. En China, país cuyo progreso económico vertiginoso contribuyó mucho a nuestra recuperación, el nuevo gobierno que salga de las negociaciones entre diversas facciones que están en marcha se verá frente al desafío planteado por cambios demográficos abruptos, por los límites inherentes al esquema exportador y también por su propio éxito, ya que en las zonas costeras prósperas los salarios han comenzado a aproximarse a los de países que son mucho más avanzados. Para superar tales obstáculos, los chinos se han propuesto aprovechar las ventajas proporcionadas por el compromiso tradicional con la educación y la propensión generalizada a anteponer el deber de cada uno a los derechos adquiridos. Mal que les pese a quienes creen que la clave del éxito consiste en la militancia política, tendremos que procurar emularlos. Una vez superada la fase inicial, el desarrollo supone una multitud de tareas detallistas. A los dirigentes políticos, los funcionarios y los sindicalistas les corresponde intentar crear un medioambiente que sea favorable a los esfuerzos de quienes están en condiciones de aportar al bienestar común, pero aún no se han producido los cambios sociales y culturales que serían necesarios para que el país pudiera disfrutar de ingresos comparables con los de otros, como Canadá y Australia, que hasta mediados del siglo pasado ocupaban un lugar parecido en el ranking internacional.


No fue gracias a nada parecido a una “revolución productiva” que la Argentina disfrutó de varios años de crecimiento “a tasas chinas” sino a una devaluación brutal, el ajuste extraordinariamente severo que fue aplicado por el gobierno de Eduardo Duhalde, las inversiones que se hicieron en la tan denostada década de los noventa y, desde luego, un boom fenomenal de los commodities, en especial de la soja, pero todo hace pensar que la etapa triunfalista así supuesta ya ha terminado y que lo que nos aguarda es un período prolongado signado por la “estanflación”. Es que, como acaba de recordarnos el titular actual de la Unión Industrial Argentina, José Ignacio de Mendiguren, “crecés con lo que tenés: la soja pasa de 150 a 600 dólares y quedate tranquilo que crecés; pero eso no es desarrollo”, de ahí su temor a que, una vez más, “el tren del desarrollo vuelve a pasar y no lo estamos tomando”. De Mendiguren, un hombre habitualmente considerado un oficialista cabal, dista de ser el único que se siente preocupado por la falta de desarrollo auténtico. Comparten su punto de vista representantes de casi todas las distintas opciones políticas; entienden que, en última instancia, el progreso económico depende de un sinnúmero de factores y que, a menos que los gobernantes y los empresarios consigan impulsar las innovaciones necesarias, el nivel de vida de la mayoría nunca podrá mejorar mucho. La Argentina es, desde hace muchísimo tiempo, un país de ingreso mediano que depende de sus exportaciones agropecuarias. Según los expertos del Banco Mundial y otras instituciones equiparables, no es tan difícil para un país dotado de recursos naturales o humanos adecuados dejar atrás la pobreza extrema, pero sí lo es continuar avanzando hasta que la mayoría perciba ingresos comparables con los de América del Norte y Europa occidental, como hicieron en su momento el Japón y Corea del Sur. Para seguir enriqueciéndose, será preciso que hagan un aporte positivo centenares de miles, acaso millones de personas, ya que, con la excepción de algunos emiratos petroleros escasamente poblados, el ingreso promedio de un país determinado depende de la productividad del conjunto y de su capacidad para adaptarse con rapidez a circunstancias cambiantes. En países, como la Argentina, que se han visto privilegiados por la naturaleza y otros, entre ellos China, que han conseguido aprovechar una coyuntura pasajera, un período de crecimiento macroeconómico impresionante suele tener el efecto perverso de fortalecer los instintos conservadores. El gobierno de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner insiste en aferrarse al “modelo” por suponer que lo que según los datos disponibles funcionó muy bien en los años que siguieron al desplome del 2001 y el 2002 seguirá brindando los mismos resultados en los años venideros. En China, país cuyo progreso económico vertiginoso contribuyó mucho a nuestra recuperación, el nuevo gobierno que salga de las negociaciones entre diversas facciones que están en marcha se verá frente al desafío planteado por cambios demográficos abruptos, por los límites inherentes al esquema exportador y también por su propio éxito, ya que en las zonas costeras prósperas los salarios han comenzado a aproximarse a los de países que son mucho más avanzados. Para superar tales obstáculos, los chinos se han propuesto aprovechar las ventajas proporcionadas por el compromiso tradicional con la educación y la propensión generalizada a anteponer el deber de cada uno a los derechos adquiridos. Mal que les pese a quienes creen que la clave del éxito consiste en la militancia política, tendremos que procurar emularlos. Una vez superada la fase inicial, el desarrollo supone una multitud de tareas detallistas. A los dirigentes políticos, los funcionarios y los sindicalistas les corresponde intentar crear un medioambiente que sea favorable a los esfuerzos de quienes están en condiciones de aportar al bienestar común, pero aún no se han producido los cambios sociales y culturales que serían necesarios para que el país pudiera disfrutar de ingresos comparables con los de otros, como Canadá y Australia, que hasta mediados del siglo pasado ocupaban un lugar parecido en el ranking internacional.

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