Boliches II

palimpsestos

Néstor Tkaczek ntkaczek@hotmail.com

Te hablo del boliche en la acepción más antigua del término en este lugar del mundo, como establecimiento de despacho de bebidas y comestibles ubicado siempre en los confines, en los límites entre lo urbano y lo rural. Los límites no sólo tienen que ver con lo geográfico, sino también con lo simbólico, ya que en un boliche conviven personajes y costumbres del campo que van desde la vestimenta, los juegos de cartas, el pagar “la vuelta” y licores muchas veces ignorados por los hábitos citadinos, con lo propio de las ciudades como en algunos casos el televisor, las gaseosas, el metegol o el billar. Había un boliche blanco, justo en la curva que separaba el caserío con pretensión de pueblo del campo que iba creciendo apenas la vista daba con el horizonte. Lo llamaban por el apellido del dueño, “el boliche de Catato”, y estaba muy cerca de una cancha de fútbol que tenía el mismo nombre. El chico que fui alguna vez se asomó guiado por la curiosidad a su interior y vio hombres de rostro curtido, pocas mercaderías, salvo las botellas, cierta oscuridad y un olor penetrante mezcla de tabaco, sudor y licor. Después durante los partidos, a veces se escuchaban las guitarras y las voces de los parroquianos. El blanco era su color característico de allí que la llamaban “La Blanqueada”, hoy restaurada, está a la entrada de San Antonio de Areco, y debe su inmortalidad a la novela de Güiraldes, “Don Segundo Sombra”. En ella el chico inexperto conoce a su maestro: “Absorto por mis cavilaciones crucé el pueblo, salí a la oscuridad de otro callejón, me detuve en “La Blanqueada”. Para vencer el encandilamiento fruncí como jareta los ojos al entrar al boliche. Detrás del mostrador estaba el patrón, como de costumbre y de pie, frente a él, el tape Burgos concluía una caña”. A ella vuelve en el penúltimo capítulo de la novela ya convertido en un hombre. Cuando cruzabas en balsa el río y entrabas al pueblo uno de las primeras construcciones era “El bar Exilapé”, imagino que el apellido estará deformado, pero se le decía así y lo atendía Doña Exilapé, tres o cuatro mesas, un mostrador de madera en el que infaltablemente dormían los mazos de cartas, algunos de ellos dentro de unos ceniceros triangulares de aluminio con la publicidad de Cinzano, mercaderías en el fondo y algunos caramelos que nos llevábamos (con mis primas) como propina. Cerca del río, casi a la entrada de una barriada populosa, regenteado por su propietaria, estaba el llamado “Bar de la Berta”, famoso por sus guitarreadas y trifulcas; aunque nunca pude ingresar a él, y cuando lo cerraron yo no estaba en el pueblo. Un hombre moreno espera durante siete años a otro en la pulpería de Recabarren, que no puede atender por una hemiplejia, mientras aguarda rasguea la guitarra y toma; “El ejecutor era un negro que había aparecido una noche con pretensiones de cantor y que había desafiado a otro forastero a una larga payada de contrapunto. Vencido, seguía frecuentando la pulpería, como a la espera de alguien. Se pasaba las horas con la guitarra, pero no había vuelto a cantar; (…) El forastero, que se había sentado en el mostrador, se rió de buena gana. Pidió una caña y la paladeó sin concluirla. –Les di buenos consejos –declaró–, que nunca están de más y no cuestan nada. Les dije, entre otras cosas, que el hombre no debe derramar la sangre del hombre”. En la pulpería y desde la mirada tendida del pulpero transcurren los últimos momentos de Martín Fierro, en esa magistral historia de Borges “El fin”. El fin de “La Cuyanita” te lo conté hace años en una columna. El último de los legendarios bares había sufrido varias remodelaciones, pero seguía conservando sus cuadros de Boca Juniors y de la selección y la presencia imprescindible de doña Fortunata. También conservaba el truco o la loba a todas horas, las guitarras y el canto, y las empanadas más picantes de la región; eso lo hacía un bar único, lleno de personajes y leyendas que alimentaron la fantasía del niño que fui.


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