Empezá a leer «Rengo yeta», la nueva novela de César González, el autor de «El niño resentido»

Preso entre los 16 y los 21, César González desplegó al salir un enorme talento artístico. Su novela autobiográfica, “El niño resentido” fue un éxito. Y ahora llega !Rengo yeta".

La novela arranca en el punto donde nos dejó El niño resentido, el narrador se encuentra tras las rejas de un instituto de menores. Adentro de esas paredes aprende rápidamente los códigos de la cárcel: jamás demostrar miedo y atacar antes de defenderse, ser macho. Antes de entrar, el Rengo Yeta ya era conocido, los internos habían visto su caso por la tele, había secuestrado a alguien y eso lo convertía en algo así como una leyenda.

La escritura de César González es adictiva y descontrolada, de la misma adicción y descontrol que transitan sus personajes. Rengo Yeta es una novela que no se pueden soltar.

Lo que sigue es un fragmento del comienzo de la novela, editada por Reservoir Books.

La libertad se escuchaba demasiado cerca. Solo unos metros separaban la vida de la muerte en vida. El instituto se ubicaba apenas unos pocos kilómetros al sur del Obelisco, en Parque Chacabuco. En los alrededores rugía el paso de una autopista. Corría el 6 de agosto de 2005.
La celda era chica y de un gris desgastado. Una de las paredes daba a la calle. Por una ventana rota, a tres metros de altura, atravesada con cuatro barrotes de hierro, se colaban sin piedad el frío del invierno, el viento, el ruido de afuera y una estela de luces urbanas que permitían dilucidar algo entre la oscuridad. Los sonidos que hasta ayer pasaban desapercibidos ahora me aterraban. Los autos sonaban como una carcajada gigante que se burlaba de mi encierro. Estaba completamente solo, no tenía a otro pibe para hablar y así, al menos, matar un poco el tiempo. Me sentía sucio, llevaba dos días con la misma ropa: un pantalón deportivo Nike negro y finito, más acorde al verano; una remera de algodón azul y una reluciente campera de jean y corderoy, un botín de guerra marca Bensimon, que encontré en una casa a la que había entrado a robar.


Los huesos me temblaban por el frío, pero más aún por la abstinencia de cocaína. Mi cuerpo no toleraba la ausencia de su vicio favorito. Me rasguñaba la piel, me comía las uñas, me rascaba la cabeza, hacía sonar una y otra vez la mandíbula, me sentaba en el piso y me pegaba piñas en la frente y en el pecho. La abstinencia hacía recrudecer la claustrofobia. Un aullido tenebroso silbaba entre los rincones de la celda. Los demonios desfilaban por mi mente. Otras dos sustancias también clamaban desde mi sangre: poxirrán y clonazepam. Solo habían transcurrido unas pocas horas del último consumo, pero el cuerpo pedía y se negaba a aceptar la realidad. Cómo no entenderlo si me drogaba todo el día todos los días desde hacía más de un año, con el único paréntesis de las veces en que quedé internado en el hospital por los balazos. La droga había ocupado en mi vida el lugar de la comida, el sexo y el amor. Era lo único que me importaba, lo único que hacía, todo mi deseo giraba en torno a ella. Robaba para drogarme. Y no robé pocas veces. Por eso mi patrimonio era nulo. Porque me gasté la mayor parte del dinero robado en droga, en merca cortada con Novalgina, en merca para mí y mis amigos. Y así como intentaba ser un delincuente prolijo, a veces también era una rata rastrera. La manija al amanecer, cuando ya no quedaba nada de droga ni los transas te querían atender, me llevó a robar por las cercanías del barrio, y alguna que otra vez en el barrio mismo…


Hacía mucho tiempo que no pasaba una noche sin drogarme y me estaba desesperando.
La celda tenía dos tarimas de cemento. Me recosté sobre una donde había un pedazo de colchón de gomaespuma fétida, bien angosto. Me quedé mirando el techo, tratando de olvidarme de la droga. Al rato un guardia me trajo una frazada. A fin de cuentas, estaba en una institución de encierro de menores del siglo XXI. Un halo de falso humanismo regía en las autoridades. Aunque humillante y sangrienta, la realidad de aquí no es comparable con los penales de adultos, donde las peleas son a muerte y entre contrincantes armados con arpones y todo tipo de fierros afilados. Donde te enfrentás hasta por un pedazo de colchón. Aquí un servidor del orden me brindaba un mínimo de abrigo. Me envolví en la frazada manchada con sangre y semen, y cuando a los pocos segundos me empezó a picar todo el cuerpo, me invadió la tristeza. Analicé cómo podría hacer para cortar un pedazo de la frazada, atarla a los barrotes y ahorcarme. Los argumentos sobraban, estaba decidido, pero no contaba con las condiciones físicas adecuadas para intentarlo. Mi pierna derecha, quebrada en tres partes, con el fémur lleno de clavos, me impedía moverme. De todos modos, perseveré en la idea. Mi angustia y dolor se lo merecían, pero lamentablemente la ventana estaba muy alta.


El sonido de la ciudad y esa presencia abrumadora de lo putrefacto no dejaban de acorralarme. Tenía sentido. Estaba en la celda de ingreso, no había inodoro, ni siquiera una botella de plástico. No me quedó otra que mear en una de las paredes.
Olvidé si esa noche dormí o si soñé, pero recuerdo bien la lentitud del desvelo. Estaba atrapado en un sombrío castillo de donde provenía un silencio inquietante. Los jóvenes presos dormían sin drama. El insomnio me rodeó de recriminaciones diabólicas. Miles de voces se multiplicaban y protestaban en mi mente.


¿Cómo no ahorré nada de todo el dinero que robé?
¿Cómo no dejé escondido en algún lugar aunque sea un anillo de oro o un electrodoméstico de valor?
El único capital que había dejado en la calle eran las pocas prendas de marca que quedaron en mi casa, algún que otro par de zapatillas y nada más. Todo insignificante. Ni un mísero reloj de los tantos que luché para arrancar de tantas manos. Ni una pulsera, ni una cadena. Nada. Un gil absoluto. Un ladrón imprudente, inepto y bruto. Qué absurdo haber arriesgado mi vida tantas veces para terminar así, despojado de todo.


La novela arranca en el punto donde nos dejó El niño resentido, el narrador se encuentra tras las rejas de un instituto de menores. Adentro de esas paredes aprende rápidamente los códigos de la cárcel: jamás demostrar miedo y atacar antes de defenderse, ser macho. Antes de entrar, el Rengo Yeta ya era conocido, los internos habían visto su caso por la tele, había secuestrado a alguien y eso lo convertía en algo así como una leyenda.

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