El trencito de Roca: recuerdos que no se olvidan

En la rotonda del barrio Stefenelli, bajo el sol y las luces, descansa una de aquellas locomotoras. Según un vecino memorioso, es la número tres. Brilla como un prócer oxidado, un punto dentro del progreso regional.

No hacía falta viajar a Arizona para sentirse un pionero del Lejano Oeste. Bastaba con subirse al tren que, a pocos kilómetros de General Roca, surcaba las bardas como una serpiente de acero. Era el «decauville» de la yesera Corral, un ferrocarril industrial de vía angosta que parecía más un personaje de película que una herramienta de trabajo.
Corría 1971 cuando un cronista y un fotógrafo del diario RIO NEGRO se embarcaron en una aventura singular. A bordo del pequeño tren viajaban también María Julia Corral y Lia N. de Martín, junto a las jóvenes Mirta Gladis Martín y María Cristina Vázquez. El objetivo era claro: contar la historia de un tren legendario que, durante décadas, fue el alma del transporte de yeso en la región.

El «tren de pasajeros» llega justo en auxilio del «carguero». La pendiente era muy fuerte y los maquinistas cambian opiniones (Foto: Archivo RIO NEGRO)

La escena era digna de una postal de otro siglo. Las pequeñas locomotoras devoraban kilómetros de un paisaje implacable, deslizándose entre cañadones, cruzando puentes de madera endeble y aferrándose a pendientes que cortaban la respiración. El recorrido, de 18 kilómetros, había sido trazado a pico y pala por trabajadores que desafiaron la geografía patagónica, tiempos cuando muy pocos se alejaban del pueblo.
La historia del tren había comenzado medio siglo antes. Julio Corral, dueño de la yesera, mandó construir el ferrocarril para acelerar el traslado de las rocas hasta la fábrica, donde al ser procesadas se convertirían en yeso. Los convoyes, de hasta veinte vagones, partían temprano por la mañana, piloteados por un maquinista y un frenista que soñaban con regresar al mediodía con la carga completa. Pero no todo era industria: más de un chico se colaba a escondidas, sacrificando su guardapolvo blanco, para evitar la larga caminata hasta la escuela 56 del barrio Campamento.
El momento más dramático del recorrido llegaba de golpe: una muralla de hormigón se alzaba como una amenaza en mitad del camino. Eran la defensa, el dique de contención aluvional, guardián silencioso de la ciudad. El impacto parecía inevitable, hasta que —en una maniobra inverosímil— la locomotora giraba 160 grados y comenzaba a trepar por la ladera, coronando la cima con un esfuerzo enorme.

El «trencito» se veía chico, muy chico suspendido sobre el puente. Al fondo, la defensa contra aluviones. (Foto Archivo RIO NEGRO)

El final no era menos impresionante. Una playa de maniobras, idéntica a la de cualquier gran estación, bullía de actividad. Desde una pequeña casilla, el “jefe de movimientos” coordinaba los cuatro trenes diarios —dos matutinos, dos vespertinos— que mantenían viva la arteria industrial de la región.
Hoy, décadas después, entre desarmaderos, chatarras y silencios, solo queda el recuerdo… y una reliquia. En la rotonda del barrio Stefenelli, bajo el sol y las luces, descansa una de aquellas locomotoras. Según un vecino memorioso, es la número tres. Brilla como un prócer oxidado del progreso.

Internándose en los «cañadones» de las bardas roquenses (Foto Archivo RIO NEGRO)

Don Julio había comprado seis en total, primero con motores nafteros de dos cilindros refrigerados por agua. Luego llegarían las más modernas, con motores diésel y refrigeración por aire. Todas ellas, con más corazón que caballos de fuerza, dejaron su huella en las piedras, las bardas y la memoria roquense.
Porque a veces, la historia no viaja por autopistas. Va por rieles estrechos, cruzando la Patagonia, abriéndose pasos hacia el progreso.