Dilema fatal
A esta altura, la mayoría parece entender muy bien que el gobierno encabezado por Eduardo Duhalde sencillamente no está en condiciones de hacer frente a la multitud de problemas que están devastando el país. Además de tener lo que el propio Duhalde ha calificado como «una debilidad congénita» debido a su origen poco transparente, el gobierno carece de un líder auténtico, de equipos administrativos adecuados y, huelga decirlo, de ideas claras acerca de lo que le convendría hacer. Sin embargo, la misma mayoría entiende también que elecciones inmediatas no necesariamente servirían para mejorar el panorama. Por el contrario, de triunfar un improvisado a caballo del eslogan «que se vayan todos» -todos, salvo, es de suponer, los especialistas en protestar y denunciar- nos podríamos precipitar en la «disolución nacional» de que hablaba el arzobispo de Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio, en el curso de su homilía del 25 de mayo. En cambio, de resultar elegido un peronista gracias a la ley de lemas, para muchos su legitimidad sería casi tan cuestionable como aquélla de Duhalde. Dicho de otro modo, tanto prolongar el interinato del bonaerense como terminarlo convocando a elecciones parecen igualmente negativos. En ambos casos, el país se dirigiría hacia un desastre aún mayor que el que ya estamos viviendo.
En la raíz de esta situación nada promisoria está la resistencia no sólo de la «clase política», sino también de sectores influyentes de la «opinión pública» a asumir que la Argentina está en bancarrota y que no habrá «dólares frescos» hasta que sus dirigentes comprendan lo que significa dicha palabra y decidan actuar en base de la realidad. Cinco meses después del «default» y de una devaluación pesificadora caótica, demasiados siguen hablando como si creyeran que sería posible volver atrás el reloj: los ahorristas quieren recuperar el dinero secuestrado, muchos gobernadores son reacios a reconocer que «la Nación» no seguirá enviándoles los fondos a los que se han habituado, ciertos sindicalistas reclaman que todos los salarios sean aumentados porque han perdido su poder de compra, el grueso de los políticos continúa dedicándose a las internas de siempre. Puede que en algunos casos tales actitudes sean comprensibles, pero así y todo son síntomas de la incapacidad del país para afrontar una crisis que está agravándose por momentos.
Luego de su viaje humillante a Europa donde tuvo que soportar en público las amonestaciones del presidente del gobierno español José María Aznar y de algunos funcionarios italianos, Duhalde parece haber entendido que la Argentina tendrá que «reintegrarse al mundo», o sea, abandonar de una vez y para todas aquellas fantasías absurdas que él mismo había reivindicado con fervor antes de mudarse a la Casa Rosada. Ocurre que para concretar el sueño de la autarquía que siempre ha fascinado a distintos sectores políticos e intelectuales serían precisos un esfuerzo y un nivel de eficiencia incomparablemente superiores a los necesarios para cumplir al pie de la letra las exigencias más desalmadas del FMI o de cualquier «fundamentalista neoliberal». He aquí la razón básica por la que Duhalde ha hecho de la «integración al mundo» su grito de batalla pero, desgraciadamente para él y para muchos otros, aún abundan los políticos que se comportan como si todavía tomaran en serio el viejo discurso aislacionista: es de suponer que saben muy bien que sólo es cuestión de formulaciones verbales sin mucho sentido, pero lo encuentran útil y por lo tanto no están dispuestos a abandonarlo.
Si bien Duhalde parece estar a punto de concluir su período de aprendizaje y se ha propuesto gobernar en serio, no se dan señales de que muchos otros políticos hayan decidido acompañarlo. Tampoco hay evidencia de que la opinión pública esté lista para solidarizarse con las medidas muy duras -sobre todo para los bien organizados y siempre combativos estatales- que cualquier gobierno que estuviera resuelto a frenar la caída tendría forzosamente que tomar. Así, pues, todo hace pensar que, con elecciones adelantadas o sin ellas, tendrán que transcurrir por lo menos algunos meses más antes de que, por fin, el país esté en condiciones de comenzar la tarea ingente de reordenamiento político y administrativo que podría permitirle iniciar la reconstrucción.
A esta altura, la mayoría parece entender muy bien que el gobierno encabezado por Eduardo Duhalde sencillamente no está en condiciones de hacer frente a la multitud de problemas que están devastando el país. Además de tener lo que el propio Duhalde ha calificado como "una debilidad congénita" debido a su origen poco transparente, el gobierno carece de un líder auténtico, de equipos administrativos adecuados y, huelga decirlo, de ideas claras acerca de lo que le convendría hacer. Sin embargo, la misma mayoría entiende también que elecciones inmediatas no necesariamente servirían para mejorar el panorama. Por el contrario, de triunfar un improvisado a caballo del eslogan "que se vayan todos" -todos, salvo, es de suponer, los especialistas en protestar y denunciar- nos podríamos precipitar en la "disolución nacional" de que hablaba el arzobispo de Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio, en el curso de su homilía del 25 de mayo. En cambio, de resultar elegido un peronista gracias a la ley de lemas, para muchos su legitimidad sería casi tan cuestionable como aquélla de Duhalde. Dicho de otro modo, tanto prolongar el interinato del bonaerense como terminarlo convocando a elecciones parecen igualmente negativos. En ambos casos, el país se dirigiría hacia un desastre aún mayor que el que ya estamos viviendo.
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