Donde manda la ley

En algunos países latinoamericanos como Chile, Uruguay y Costa Rica, el presidente de turno no soñaría con violar la Constitución a fin de perpetuarse en el poder. Puede que Brasil haya pasado a formar parte de este grupo, aunque sólo fuera por la negativa de Luiz Inácio Lula da Silva a dejarse tentar por el canto de sirena de quienes le aconsejaban aprovechar su popularidad para buscar un tercer mandato consecutivo. De todos modos, hasta hace menos de una semana pareció que Colombia estaba por integrar la nómina de países en los que la vigencia de las reglas constitucionales suele depender de las encuestas de opinión, ya que el presidente Álvaro Uribe, que cuenta con un índice de aprobación de aproximadamente el 65%, esperaba continuar en su cargo y, a fin de legitimar su aspiración, quería que se celebrara un referéndum. Por fortuna, la Corte Constitucional de Colombia acaba de frustrar la maniobra al fallar que la mayoría legislativa que en septiembre pasado aprobó una ley en tal sentido “desconoció importantes principios constitucionales para la convocatoria” de la consulta. Aunque a Uribe no le habrá gustado el fallo, dice que lo respetará, eliminándose así de la lista de candidatos presidenciales para las elecciones del 30 de mayo. Uribe debe su popularidad entre sus compatriotas a su voluntad de combatir frontalmente a las FARC, una banda de asesinos de retórica marxista vinculada con narcotraficantes que disfruta del apoyo apenas disimulado del caudillo venezolano Hugo Chávez y sus amigos. Puesto que los demás países latinoamericanos no han manifestado interés alguno en respaldarlos en su lucha contra una organización de ideología genocida, los colombianos se han aliado estrechamente con Estados Unidos, molestando así a muchos gobiernos de la región. Puede entenderse, pues, que los norteamericanos hayan asumido una postura ambigua ante el intento de Uribe de cambiar la Constitución para seguir en el poder por algunos años más. Por un lado, saben que es un aliado confiable; por el otro, no quieren brindar la impresión de estar a favor de una reforma que no tolerarían en su propio país. Felizmente para todos, la Corte Constitucional les ha ahorrado la necesidad de verse obligados a definirse. A esta altura nadie puede ignorar que entre los motivos fundamentales del atraso económico y social de todos los países de nuestra región está el desprecio generalizado por las normas. Incluso los que han procurado romper con una tradición según la que lo único que realmente importa es el poder tienen que luchar contra una herencia cultural predemocrática que incide de mil maneras en las relaciones entre los distintos sectores, grupos e individuos, consolidando un clima de desconfianza que actúa como un freno al progreso. En los muchos países latinoamericanos, incluyendo el nuestro, en que el gobierno nacional mismo está en manos de personas proclives a creerse por encima de la ley y no dejan pasar ninguna oportunidad para subrayarlo, revertir el proceso negativo que están impulsando será sumamente difícil aun cuando la mayoría entienda que una sociedad en que los más poderosos hagan gala del desprecio que sienten por la legalidad no está en condiciones de aprovechar plenamente sus recursos humanos. Por ser el sistema vigente intrínsecamente corrupto, los dirigentes operan de acuerdo con códigos más apropiados para la mafia que para una sociedad en vías de modernizarse, privilegiando a sus cómplices en detrimento de los demás. Con muy escasas excepciones, los constitucionalistas latinoamericanos siempre han sido conscientes del peligro planteado por la resistencia de quienes logran trepar hasta la cima a abandonarla, de ahí la manía reeleccionista que periódicamente se apodera no sólo de los presidentes sino también de gobernadores provinciales, intendentes y funcionarios todavía menores. Huelga decir que no se trata de una mera cuestión de vanidad. Como señaló una vez el fallecido empresario Alfredo Yabrán, poder equivale a impunidad. Cuando una camarilla determinada consigue aferrarse al poder, le resulta fácil impedir que sean investigadas las vicisitudes, siempre provechosas, de las fortunas personales de sus integrantes, factor éste que para muchos políticos es más que suficiente para justificar cualquier esfuerzo por modificar las reglas.


En algunos países latinoamericanos como Chile, Uruguay y Costa Rica, el presidente de turno no soñaría con violar la Constitución a fin de perpetuarse en el poder. Puede que Brasil haya pasado a formar parte de este grupo, aunque sólo fuera por la negativa de Luiz Inácio Lula da Silva a dejarse tentar por el canto de sirena de quienes le aconsejaban aprovechar su popularidad para buscar un tercer mandato consecutivo. De todos modos, hasta hace menos de una semana pareció que Colombia estaba por integrar la nómina de países en los que la vigencia de las reglas constitucionales suele depender de las encuestas de opinión, ya que el presidente Álvaro Uribe, que cuenta con un índice de aprobación de aproximadamente el 65%, esperaba continuar en su cargo y, a fin de legitimar su aspiración, quería que se celebrara un referéndum. Por fortuna, la Corte Constitucional de Colombia acaba de frustrar la maniobra al fallar que la mayoría legislativa que en septiembre pasado aprobó una ley en tal sentido “desconoció importantes principios constitucionales para la convocatoria” de la consulta. Aunque a Uribe no le habrá gustado el fallo, dice que lo respetará, eliminándose así de la lista de candidatos presidenciales para las elecciones del 30 de mayo. Uribe debe su popularidad entre sus compatriotas a su voluntad de combatir frontalmente a las FARC, una banda de asesinos de retórica marxista vinculada con narcotraficantes que disfruta del apoyo apenas disimulado del caudillo venezolano Hugo Chávez y sus amigos. Puesto que los demás países latinoamericanos no han manifestado interés alguno en respaldarlos en su lucha contra una organización de ideología genocida, los colombianos se han aliado estrechamente con Estados Unidos, molestando así a muchos gobiernos de la región. Puede entenderse, pues, que los norteamericanos hayan asumido una postura ambigua ante el intento de Uribe de cambiar la Constitución para seguir en el poder por algunos años más. Por un lado, saben que es un aliado confiable; por el otro, no quieren brindar la impresión de estar a favor de una reforma que no tolerarían en su propio país. Felizmente para todos, la Corte Constitucional les ha ahorrado la necesidad de verse obligados a definirse. A esta altura nadie puede ignorar que entre los motivos fundamentales del atraso económico y social de todos los países de nuestra región está el desprecio generalizado por las normas. Incluso los que han procurado romper con una tradición según la que lo único que realmente importa es el poder tienen que luchar contra una herencia cultural predemocrática que incide de mil maneras en las relaciones entre los distintos sectores, grupos e individuos, consolidando un clima de desconfianza que actúa como un freno al progreso. En los muchos países latinoamericanos, incluyendo el nuestro, en que el gobierno nacional mismo está en manos de personas proclives a creerse por encima de la ley y no dejan pasar ninguna oportunidad para subrayarlo, revertir el proceso negativo que están impulsando será sumamente difícil aun cuando la mayoría entienda que una sociedad en que los más poderosos hagan gala del desprecio que sienten por la legalidad no está en condiciones de aprovechar plenamente sus recursos humanos. Por ser el sistema vigente intrínsecamente corrupto, los dirigentes operan de acuerdo con códigos más apropiados para la mafia que para una sociedad en vías de modernizarse, privilegiando a sus cómplices en detrimento de los demás. Con muy escasas excepciones, los constitucionalistas latinoamericanos siempre han sido conscientes del peligro planteado por la resistencia de quienes logran trepar hasta la cima a abandonarla, de ahí la manía reeleccionista que periódicamente se apodera no sólo de los presidentes sino también de gobernadores provinciales, intendentes y funcionarios todavía menores. Huelga decir que no se trata de una mera cuestión de vanidad. Como señaló una vez el fallecido empresario Alfredo Yabrán, poder equivale a impunidad. Cuando una camarilla determinada consigue aferrarse al poder, le resulta fácil impedir que sean investigadas las vicisitudes, siempre provechosas, de las fortunas personales de sus integrantes, factor éste que para muchos políticos es más que suficiente para justificar cualquier esfuerzo por modificar las reglas.

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