Federalismo de parches

La disputa entre el Gobierno nacional y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires por la suba de coparticipación que le corresponde por asumir tareas de seguridad terminó en una grave colisión de poderes, ya que a una medida cautelar de la Corte Suprema fijando un porcentaje provisorio mientras define la cuestión de fondo siguió la negativa del Poder Ejecutivo Nacional a cumplirla, respaldado por la mayoría de los gobernadores peronistas.

Más allá de quién tiene la razón en esta disputa, se revela una vez más la disfuncionalidad de nuestro sistema de coparticipación federal, que castiga a las zonas más productivas y genera fuertes desigualdades regionales. Como lo definió el constitucionalista Andrés Gil Domínguez “un sistema financiero regresivo, unitario y centralista destructivo de la autonomía política”.

La incapacidad del sistema político de cumplir el mandato de la reforma constitucional de 1994, de establecer a más tardar en 1996 un Régimen de Coparticipación Federal por ley del Congreso y aprobado por las provincias, ha llevado a un sistema con parámetros de 1985, plagado de enmiendas que han creado un sistema arbitrario, con incentivos errados y un embrollo impositivo.

Politólogos y constitucionalistas atribuyen los problemas del sistema a los defectos del diseño institucional que creó dos tendencias negativas que se retroalimentan. Las reformas electorales de 1972 y 1983 quebraron el criterio de proporcionalidad para la Cámara de Diputados, generando una sobrerrepresentación de las provincias más pequeñas. Al mismo tiempo, la reforma de 1994 añadió un tercer senador por provincia y fijó amplias mayorías parlamentarias para la nueva Ley de Coparticipación, obligando a importantes consensos.

La demora en su sanción ha generado enorme desigualdad. La mayoría de los recursos (casi el 80%) son recaudados por el Estado Nacional, mientras el grueso del gasto (salud, educación, vivienda, asistencia social) lo realizan las provincias, que en su mayoría gastan más de lo que recaudan y cubren la diferencia con recursos nacionales. En varias provincias del norte y del noroeste, entre el 70 y 80% de sus recursos son nacionales. En las de centro, la proporción baja al 47 % y hasta al 24%.

Esto genera un efecto perverso en la política: gobernantes de provincias chicas cobran pocos impuestos a sus votantes, antipática tarea que recae en Nación y realizan la más popular tarea de gastar lo recaudado. Una enorme proporción de sus habitantes trabaja o depende del Estado. El politólogo Carlos Gervasoni divide al país entre provincias “productivas” (donde un robusto sector privado financia al Estado, con burocracias relativamente eficientes y sistemas políticos competitivos) y provincias “rentísicas” (que viven de transferencias federales, tienen débiles sectores privados y sectores públicos hipertrofiados, con sistemas políticos clientelares y poco competitivos). En una zona gris, provincias de desarrollo medio, como Río Negro, Neuquén o la Pampa, que cubren un porcentaje relativamente alto del gasto con impuestos propios o regalías.

A esto se agrega que desde el 2001 con las retenciones, el impuesto al cheque, suba en Bienes Personales, a las grandes fortunas, más el “impuesto inflacionario”, el Estado nacional sumó recursos que se reserva o reparte discrecionalmente, como pasa con los ATN. Una alianza entre provincias minoritarias sobrerrepresentadas y presidentes necesitados de mayorías parlamentarias con poder de transferir recursos a dedo consolidó un esquema de trueque de favores, con parches, que fomenta la evasión, no resuelve las desigualdades y estimula la irresponsabilidad fiscal y el endeudamiento.

Se necesita urgente un consenso entre las fuerzas políticas para fijar por ley un sistema de reparto de recursos transparente y equitativo, con criterios de asignación objetivos, automáticos y simples. Y, como parte de una reforma tributaria, provincializar impuestos, para repartir responsabilidades y evitar abusos y disputas de poder que debilitan la calidad de las instituciones.


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