El ajuste más cruel
Es un error atribuir a la saña economicista del FMI la decisión de llevar a 65 años la edad jubilatoria de las mujeres.
Entre los compromisos que acaba de firmar el gobierno del presidente Fernando de la Rúa a fin de conseguir el aval del FMI está el de hacer subir la edad jubilatoria de las mujeres a 65 años antes del 2011, pero sería un error atribuir la medida así propuesta a nada más que la saña economicista de un organismo internacional desalmado. Es que desde hace varias décadas, virtualmente todos los gobiernos, tanto aquí como en el resto del mundo, han estado tratando de acostumbrarse a la idea de que será forzoso modificar las reglas vigentes. Lo será por una razón muy sencilla: en todas partes, la expectativa de vida de las mujeres suele superar la de los varones por al menos cinco años, de suerte que los costos de mantener el esquema actual, que se basa en la realidad demográfica de fines del siglo XIX, están resultando insoportables. Para colmo, todo hace pensar que en los años próximos los costos relativos de las jubilaciones aumentarán cada vez más, lo cual en muchos países, incluyendo a la Argentina, podría desatar una crisis de muy difícil solución.
Para complicar aún más el panorama, hasta hace muy poco abundaban los optimistas convencidos de que debería ser posible reducir la edad jubilatoria de ambos sexos. Aunque en vista de la prolongación notable de la vida humana «normal» dicho planteo pudiera considerarse absurdo, lo favorecieron tanto sindicalistas resueltos a acumular más «conquistas sociales» como empresarios deseosos de acelerar el paso a retiro de los trabajadores mejor remunerados y, a menudo, privilegiados por leyes destinadas a defender sus intereses. Otro factor que ha incidido en el debate ha consistido en el aumento del desempleo crónico en muchos países, con la convicción resultante de que si los ya cincuentones abandonaran sus puestos cuanto antes, habría más oportunidades laborales para los jóvenes. Tal planteo tendría sentido si hubiera motivos para creer que en adelante los empleos siempre escasearían, pero a juzgar por la experiencia estadounidense, para la mayoría la anunciada «muerte del trabajo» ha sido postergada.
Con todo, si bien las estadísticas suponen que ningún país estará en condiciones de mantener la edad jubilatoria tradicional de 60 años para las mujeres y 65 para los hombres, la oposición a los esfuerzos por adecuar el sistema a la realidad demográfica sigue siendo muy fuerte, sin duda porque la mayoría se ha formado en una sociedad habituada a considerarlo natural. Aunque últimamente la discriminación por motivos de edad supuestamente avanzada se ha convertido en algunas latitudes en tema de debate político y motivo de querellas legales, por ser ingratos muchos empleos a la mayoría no le haría mucha gracia el tener que esperar algunos años más antes de tener derecho a una jubilación. Esta actitud está difundida incluso entre los que a esta altura deberían entender muy bien que en la Argentina las jubilaciones raramente son «dignas» a menos que uno forme parte de una élite privilegiada.
En el pasado, las iniciativas encaminadas a equiparar la edad jubilatoria de las mujeres con aquélla de los hombres han provocado reacciones airadas por parte de organizaciones feministas, que han afirmado que para las mujeres los años de trabajo son por lo común mucho más arduos de lo que son para los hombres. Puede que hayan estado en lo cierto -es innegable que los salarios de las mujeres son escandalosamente inferiores a los recibidos por hombres por cumplir la misma función y que les es más difícil trepar hacia posiciones más elevadas-, pero el que las integrantes del «sexo débil» vivan varios años más no sirve para fortalecer su postura. De todos modos, por mucho que las mujeres «merezcan» poder jubilarse más temprano, en el mundo que efectivamente existe es necesario prestar atención a los números. Si rehusamos hacerlo por considerarlos antipáticos, no sólo resultará imposible sanear un sistema jubilatorio que es grotescamente defectuoso, sino que aseguraremos que, a pesar de las eventuales mejoras económicas que se registren en los años próximos, el desastre previsional que ya ha causado tanta miseria continuará agravándose.
Entre los compromisos que acaba de firmar el gobierno del presidente Fernando de la Rúa a fin de conseguir el aval del FMI está el de hacer subir la edad jubilatoria de las mujeres a 65 años antes del 2011, pero sería un error atribuir la medida así propuesta a nada más que la saña economicista de un organismo internacional desalmado. Es que desde hace varias décadas, virtualmente todos los gobiernos, tanto aquí como en el resto del mundo, han estado tratando de acostumbrarse a la idea de que será forzoso modificar las reglas vigentes. Lo será por una razón muy sencilla: en todas partes, la expectativa de vida de las mujeres suele superar la de los varones por al menos cinco años, de suerte que los costos de mantener el esquema actual, que se basa en la realidad demográfica de fines del siglo XIX, están resultando insoportables. Para colmo, todo hace pensar que en los años próximos los costos relativos de las jubilaciones aumentarán cada vez más, lo cual en muchos países, incluyendo a la Argentina, podría desatar una crisis de muy difícil solución.
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