El chavismo se disgrega

Por “irreversible” que sea el resultado oficial de las elecciones presidenciales que acaban de celebrarse en Venezuela, el gran derrotado no fue el candidato opositor Henrique Capriles, que hizo una campaña espectacular, sino “el hijo de Chávez”, Nicolás Maduro, y por lo tanto el movimiento que se formó en torno de la figura del caudillo recién fallecido. A pesar de disponer Maduro de todos los recursos de un Estado despilfarrador, de un virtual monopolio mediático, del deseo de muchos de rendir homenaje a la memoria de Hugo Chávez y de la ayuda de un sinnúmero de matones que intimidaron a quienes a su juicio podrían optar por Capriles, éste consiguió más del 49% de los votos, lo que hace pensar que en igualdad de condiciones hubiera triunfado por un margen abultado. Por lo demás, es legítimo suponer que, de haberse demorado una semana más la culminación de la brevísima campaña electoral, Capriles estaría por festejar una victoria tan rotunda que ni siquiera los chavistas más prepotentes se animarían a discutirlo. Con todo, aunque el líder opositor se cree obligado a negarse a reconocer el triunfo mínimo atribuido a Maduro no sólo porque sus partidarios han denunciado miles de irregularidades sino también porque le es necesario dar a entender que está dispuesto a asumir ya la responsabilidad de gobernar un país que está al borde de la ruina, tiene motivos para sentirse aliviado por el resultado formal de las elecciones. Desde que murió Chávez, Maduro, como “presidente encargado”, ha puesto en marcha un ajuste feroz, devaluando el bolívar y de tal modo aumentando drásticamente el costo de vida de los más pobres porque, para alimentarse, los venezolanos dependen de las importaciones. De haber ganado, Capriles pronto se hubiera visto acusado de depauperar a los ya muy pobres aplicando medidas “neoliberales”. Asimismo, hubiera tenido que enfrentar a las Fuerzas Armadas, que constituyen el auténtico poder fáctico de su país. Bien que mal, un opositor como Capriles no podrá imponerse definitivamente hasta que la crisis económica, producto del populismo manirroto de Chávez, adquiera dimensiones tan abrumadoras que los generales comprendan que no sería de su interés procurar oponérsele. Tal y como están las cosas, empero, serán ellos, junto con Maduro, los responsables de intentar impedir que Venezuela se hunda en medio de estallidos sociales. ¿Podrán hacerlo? Es poco probable. Hasta hace apenas una semana casi todos preveían que Maduro, beneficiado por “el relato” chavista, triunfaría con comodidad, pero parecería que una proporción sustancial de quienes habían votado por el comandante en octubre pasado decidió que había llegado la hora de despedirse no sólo de él sino también del modelo bolivariano. El propio Maduro, un exsindicalista que dice comunicarse con el caudillo muerto que, insiste, se ha reencarnado como un pajarito, se las arregló para convencer a centenares de miles de venezolanos de que sería mejor confiar en “el burguesito caprichoso” Capriles que en un movimiento tan carente de dirigentes talentosos que le permitió representarlo en elecciones clave. Así las cosas, a Maduro no le será del todo fácil completar el período de seis años que en teoría le aguarda. Además de tener que sobrevivir a los ataques de quienes lo culparán por la pérdida de casi 700.000 votos desde la elección de octubre en que triunfó un Chávez gravemente enfermo y congraciarse con los militares, Maduro tendrá que hacer frente a una crisis económica que con toda seguridad lo desbordará. Venezuela, pues, ha entrado en una etapa sumamente peligrosa en que correrá riesgo lo que todavía queda del maltrecho sistema democrático. No sorprendería, pues, que luego de un período de caos descomunal Maduro y los demás líderes bolivarianos llegaran a la conclusión de que la única salida consistiría en celebrar nuevas elecciones aun cuando entendieran que las ganaría alguien como Capriles, lo que significaría el fin de la aventura emprendida por el golpista “carismático” Hugo Chávez, si bien no del populismo agresivo y terriblemente irresponsable que tanto ha perjudicado a un país que debería estar entre los más prósperos del mundo pero que aún no ha aprendido cómo transformar en desarrollo los más de cien mil millones de dólares que, merced al petróleo, recibe todos los años.


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