El corralito chipriota

La voluntad de los países más poderosos de la Eurozona, con Alemania a la cabeza, de obligar a los pequeños ahorristas de Chipre a aportar una parte de sus depósitos bancarios al plan de rescate ideado por Bruselas para salvar a su país de la bancarrota ha indignado no sólo a los chipriotas mismos sino también a muchos otros europeos, sobre todo los de la periferia mediterránea. De haberse tratado de una medida propuesta por su propio gobierno, los chipriotas perjudicados se hubieran desahogado protestando durante un par de días para después resignarse a la necesidad de apretarse el cinturón, pero el que los responsables hayan sido tecnócratas extranjeros les ha brindado motivos para considerarse víctimas de la prepotencia norteña. Desde su punto de vista, es como si, a fines de diciembre del 2001, el gobierno de Estados Unidos se hubiera apropiado indisimuladamente de una tajada de los ahorros de los argentinos con miras a defender los intereses de las instituciones financieras norteamericanas. Aunque los líderes de la Unión Europea insisten en que el caso de Chipre es único porque en los bancos de la isla hay muchísimo dinero procedente de “oligarcas” rusos y de otros personajes o empresas de antecedentes sumamente dudosos, además de griegos deseosos de distanciarse de las autoridades impositivas helenas, la posibilidad de que se repita la maniobra en otros países con problemas financieros preocupa a muchos italianos, españoles y portugueses que, como es natural, temen verse constreñidos a entregar un porcentaje de sus ahorros al gobierno local a cambio de un nuevo “rescate”. Existe, pues, el riesgo de que en cualquier momento se produzca una corrida bancaria en gran escala al intentar los habitantes de los países de la franja mediterránea trasladar sus ahorros a bancos del norte de Europa o de latitudes aún más alejadas. Desde hace varios años, los más ricos han estado sacando dinero de los países en peligro para depositarlo en bancos suizos, alemanes, holandeses y británicos o para comprar propiedades sumamente costosas en Londres. Alarmados por el “corralito” todavía parcial de Chipre, sus compatriotas menos acomodados no podrán sino procurar emularlos, como en efecto ya han hecho los muchos que han optado por buscar trabajo en zonas relativamente prósperas de la Unión Europea. Los gobiernos del sur de Europa ya se han acostumbrado a quejarse de la falta de solidaridad de los del norte que, por su parte, señalan que sencillamente no pueden pedirle al electorado que envíe más dinero a países célebres por la corrupción de la clase política y por su negativa a llevar a cabo las reformas que presuntamente serían necesarias para que las economías que manejan sean más competitivas. De resultas de esta situación nada agradable, Alemania, flanqueada por Holanda y Finlandia, se ha visto forzada a desempeñar un papel muy similar a aquel del Fondo Monetario Internacional frente a los países que, por las razones que fueran, se han mostrado incapaces de administrar sus finanzas con la prolijidad exigida por quienes llevan la voz cantante en la economía mundial. Como confirmaron los resultados confusos de las elecciones italianas más recientes, la brecha que se ha abierto entre el norte supuestamente virtuoso y el sur que quiere vivir por encima de sus medios tiende a ampliarse. Si no fuera por la voluntad de la mayoría de los habitantes de los países del sur de Europa de aferrarse a la moneda única cueste lo que costare por entender que abandonarla significaría su expulsión definitiva del club de las naciones importantes, la Eurozona ya se hubiera fragmentado. Con todo, luego de algunos meses de tranquilidad, las dudas en cuanto a su futuro han regresado, porque los problemas básicos, los ocasionados por la diferencia muy grande entre la productividad de Alemania y países de cultura económica parecida, por un lado, y los del bloque informal grecolatino por el otro, no han cambiado. Según los especialistas, los países del sur tendrían que sufrir una “devaluación interna”, o sea un ajuste draconiano, de por lo menos el 30% para que la economía de la Eurozona se equilibrara. Mientras no lo hagan, las crisis, a veces provocadas por medidas que a juicio de los tecnócratas parecen lógicas pero que los inmediatamente perjudicados verán como atropellos, continuarán estallando.


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