El deber de cada uno

Aunque muchos siguen atribuyéndole los problemas del sistema educativo al “modelo” económico, cuando no al capitalismo como tal, insinuando así que a su entender será imposible atenuarlos mientras no se concrete una harto improbable transformación generalizada, pocos se niegan a reconocer que, a menos que mejore, las consecuencias para el país serán nefastas. En el mundo actual, el nivel educativo de la población es un factor clave. El éxito notable de ciertos países de Asia oriental, los que además de haber avanzado con rapidez en términos económicos lo han hecho sin exponerse a la extrema desigualdad que es tan característica de América Latina, se debe casi exclusivamente a la voluntad generalizada de privilegiar la educación de los jóvenes. Así las cosas, acaso no sería una exageración suponer que las causas básicas del retroceso de nuestro país tienen tanto que ver con el deterioro educativo como con los errores, garrafales por cierto, de una larga serie de gobernantes.

Una diferencia fundamental entre países como el Japón, Corea del Sur, Taiwán y Singapur por un lado y la Argentina por el otro, consiste en la actitud frente al esfuerzo. Mientras que en Asia oriental éste siempre ha sido valorado, aquí abundan los que, como el sindicalista devenido político Luis Barrionuevo, dan por descontado que nadie conseguirá enriquecerse -lo que a su entender equivale a tener éxito- trabajando. No siempre fue así. Si bien la evidencia es anecdótica, sabemos que generaciones enteras de inmigrantes compartieron el punto de vista de los educadores asiáticos, que dan por descontado que a todos les corresponde aprovechar al máximo sus talentos, por grandes o pequeños que éstos sean. En los años últimos, empero, una combinación de frustraciones colectivas con la prédica de demagogos propensos a imputar todos los males a los esquemas propios de la sociedad moderna ha servido para difundir el mensaje de que el esfuerzo es lo de menos, que todo depende de la ideología en boga o de los resultados de una lucha ciega contra “el sistema”.

Por desgracia, una vez que una sociedad permite que la educación se deteriore, revertir el proceso se hace cada vez más difícil, en parte porque siempre habrá más pretextos para resignarse a la situación así creada. En la actualidad abundan los que insisten en que la extrema pobreza constituye una barrera insuperable para millones de personas que se ven obligadas por las circunstancias a permitir que sus hijos abandonen los colegios para intentar sobrevivir. De estar en lo cierto quienes piensan de este modo, el porvenir será sombrío, porque a menos que los actualmente pobres o indigentes -o, por lo menos, sus hijos- consigan educarse, no tendrán ninguna posibilidad de disfrutar de una vida plena más tarde. De todos modos, aunque no cabe duda de que la miseria sí supone desventajas enormes para los jóvenes afectados, ellas no son exclusivamente económicas, porque sociedades que hasta hace muy poco eran mucho más pobres que la nuestra pudieron educar bien a casi todos sus integrantes, los que, por su parte, han comprendido plenamente el valor del saber, razón por la que muchos países ya están dejando atrás el subdesarrollo a pesar de no contar con recursos materiales comparables con los nuestros.

Una consecuencia de la politización de virtualmente todo ha sido la propensión típica de los “dirigentes” y de los intelectuales que directa o indirectamente los asesoran a prestar mucha más atención a las estructuras sociales, a los esquemas económicos y a las leyes y teorías educativas que al papel del individuo. Sin embargo, a menos que cada uno entienda que le corresponde ya estudiar personalmente, ya hacer lo posible por asegurar que sus hijos aprovechen al máximo todas las oportunidades para aprender, ninguna reforma concebible podrá brindar los resultados esperados. En el fondo, se trata de algo muy, pero muy sencillo -podríamos calificarlo de un cambio de actitud-, pero que en términos prácticos es sumamente complejo, por suponer la modificación drástica de la manera de pensar de millones de personas aleccionadas por sus presuntos líderes a considerarse víctimas pasivas de circunstancias injustas y, por lo tanto, incapaces de emprender un rol activo aun cuando lo que esté en juego sea su propio futuro.


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