El intendente rebelde

La reacción instintiva de los estrategas del gobierno nacional ante la ola de saqueos que comenzaron en Bariloche fue procurar atribuirlos a enemigos de fuste como el jefe camionero Hugo Moyano y el gastronómico Luis Barrionuevo, pero parecería que, luego de pensarlo, decidieron que les convendría limitarse a acusar a un personaje a su juicio mucho más vulnerable que los sindicalistas: el intendente barilochense Omar Goye. Aunque hay buenos motivos para suponer que la gestión poco feliz de Goye ha contribuido a los problemas de una ciudad que desde hace décadas está entre las peor administradas del país y que el intendente manejó con torpeza una situación social muy complicada, no los hay para suponer que impulsó los saqueos o que, de haber actuado con mayor habilidad, hubiera podido prevenirlos. Sin embargo, mal que le pese a Goye, en opinión de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, su renuncia serviría para aplacar a quienes de otro modo podrían sentirse tentados a participar de más desmanes, razón por la que ordenó al gobernador Alberto Weretilneck y al senador Miguel Pichetto viajar a Bariloche a fin de destituirlo. Puede imaginarse la sorpresa que habrá sentido la presidenta, que está acostumbrada a ser obedecida, cuando Goye se negó a irse, señalando que llegó a su cargo actual merced a los votos de los barilochenses y que, de todos modos, para obligarlo a renunciar los interesados en hacerlo tendrían que respetar los procedimientos legales correspondientes. Huelga decir que en la Casa Rosada, donde Cristina y sus incondicionales ya están luchando frenéticamente por liberarse del “superpoder” Judicial, el planteo legalista de Goye cayó decididamente mal. Cuando estallaron los saqueos en Bariloche, el gobierno nacional temía por el “efecto contagio” que, claro está, no tardó en hacerse sentir, ya que muy pronto se verían asaltados docenas de supermercados en diversas partes del país. Ahora no puede sino temer que la resistencia de Goye a someterse a la voluntad presidencial como es debido también resulte contagiosa y que otros intendentes municipales, además de algunos gobernadores provinciales que todavía juran sentirse comprometidos con “el proyecto” kirchnerista, lleguen a la conclusión de que pueden desafiar a Cristina con impunidad. Para reducir el riesgo de que se difunda la idea peregrina de que a personajes como Goye les es dado defenderse detrás de barreras institucionales, insistiendo en que se cumplan todos los engorrosos trámites democráticos previstos por la Constitución nacional y las provinciales y por las reglas adoptadas por las distintas jurisdicciones municipales, los deseosos de echarlo aprovecharán su manejo de los fondos que requiere el intendente para pagar los salarios de miles de empleados. Al fin y al cabo, el gobierno nacional nunca ha vacilado en usar “la caja” para disciplinar a los díscolos en potencia, de ahí la proliferación de izquierdistas y radicales K cuyo supuesto apoyo al “proyecto” de la presidenta depende exclusivamente del dinero que puede aportarles. Dadas las circunstancias, el gobierno de Cristina no podrá sino redoblar las presiones en contra de Goye, cortándole los víveres, aunque en tal caso se expondría a la acusación de que, para desestabilizar a un jefe comunal democráticamente elegido, se ha mostrado dispuesto a provocar disturbios. Aunque las sospechas en tal sentido podrían perjudicar al gobierno, la alternativa consistiría en brindar una impresión de debilidad. Sea como fuere, a esta altura nadie puede ignorar que a los kirchneristas ya les es rutinario movilizar en beneficio propio a los habitualmente combativos empleados municipales no sólo de Bariloche sino también de virtualmente todos los demás centros urbanos del país. Puesto que Cristina y sus allegados saben que su popularidad –y por lo tanto su autoridad– propende a reducirse con rapidez al propagarse la sensación de que el “ciclo” kirchnerista está acercándose a su fin, lo que significaría que, con suerte, en los próximos años la estabilidad dependerá más del respeto generalizado por las instituciones que del hipotético carisma de la presidenta o el fervor mesiánico de los militantes oficialistas, lo más probable es que traten de asfixiar cuanto antes la rebelión insólita de un intendente que, ya antes de producirse los saqueos, estaba en la cuerda floja.


La reacción instintiva de los estrategas del gobierno nacional ante la ola de saqueos que comenzaron en Bariloche fue procurar atribuirlos a enemigos de fuste como el jefe camionero Hugo Moyano y el gastronómico Luis Barrionuevo, pero parecería que, luego de pensarlo, decidieron que les convendría limitarse a acusar a un personaje a su juicio mucho más vulnerable que los sindicalistas: el intendente barilochense Omar Goye. Aunque hay buenos motivos para suponer que la gestión poco feliz de Goye ha contribuido a los problemas de una ciudad que desde hace décadas está entre las peor administradas del país y que el intendente manejó con torpeza una situación social muy complicada, no los hay para suponer que impulsó los saqueos o que, de haber actuado con mayor habilidad, hubiera podido prevenirlos. Sin embargo, mal que le pese a Goye, en opinión de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, su renuncia serviría para aplacar a quienes de otro modo podrían sentirse tentados a participar de más desmanes, razón por la que ordenó al gobernador Alberto Weretilneck y al senador Miguel Pichetto viajar a Bariloche a fin de destituirlo. Puede imaginarse la sorpresa que habrá sentido la presidenta, que está acostumbrada a ser obedecida, cuando Goye se negó a irse, señalando que llegó a su cargo actual merced a los votos de los barilochenses y que, de todos modos, para obligarlo a renunciar los interesados en hacerlo tendrían que respetar los procedimientos legales correspondientes. Huelga decir que en la Casa Rosada, donde Cristina y sus incondicionales ya están luchando frenéticamente por liberarse del “superpoder” Judicial, el planteo legalista de Goye cayó decididamente mal. Cuando estallaron los saqueos en Bariloche, el gobierno nacional temía por el “efecto contagio” que, claro está, no tardó en hacerse sentir, ya que muy pronto se verían asaltados docenas de supermercados en diversas partes del país. Ahora no puede sino temer que la resistencia de Goye a someterse a la voluntad presidencial como es debido también resulte contagiosa y que otros intendentes municipales, además de algunos gobernadores provinciales que todavía juran sentirse comprometidos con “el proyecto” kirchnerista, lleguen a la conclusión de que pueden desafiar a Cristina con impunidad. Para reducir el riesgo de que se difunda la idea peregrina de que a personajes como Goye les es dado defenderse detrás de barreras institucionales, insistiendo en que se cumplan todos los engorrosos trámites democráticos previstos por la Constitución nacional y las provinciales y por las reglas adoptadas por las distintas jurisdicciones municipales, los deseosos de echarlo aprovecharán su manejo de los fondos que requiere el intendente para pagar los salarios de miles de empleados. Al fin y al cabo, el gobierno nacional nunca ha vacilado en usar “la caja” para disciplinar a los díscolos en potencia, de ahí la proliferación de izquierdistas y radicales K cuyo supuesto apoyo al “proyecto” de la presidenta depende exclusivamente del dinero que puede aportarles. Dadas las circunstancias, el gobierno de Cristina no podrá sino redoblar las presiones en contra de Goye, cortándole los víveres, aunque en tal caso se expondría a la acusación de que, para desestabilizar a un jefe comunal democráticamente elegido, se ha mostrado dispuesto a provocar disturbios. Aunque las sospechas en tal sentido podrían perjudicar al gobierno, la alternativa consistiría en brindar una impresión de debilidad. Sea como fuere, a esta altura nadie puede ignorar que a los kirchneristas ya les es rutinario movilizar en beneficio propio a los habitualmente combativos empleados municipales no sólo de Bariloche sino también de virtualmente todos los demás centros urbanos del país. Puesto que Cristina y sus allegados saben que su popularidad –y por lo tanto su autoridad– propende a reducirse con rapidez al propagarse la sensación de que el “ciclo” kirchnerista está acercándose a su fin, lo que significaría que, con suerte, en los próximos años la estabilidad dependerá más del respeto generalizado por las instituciones que del hipotético carisma de la presidenta o el fervor mesiánico de los militantes oficialistas, lo más probable es que traten de asfixiar cuanto antes la rebelión insólita de un intendente que, ya antes de producirse los saqueos, estaba en la cuerda floja.

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