El oficio de político

Por Héctor Ciapuscio

Las diferencias entre políticos y científicos han ocupado a varios estudiosos. Estos han coincidido casi siempre en identificar algunos rasgos básicos que explican por qué a menudo estos agentes públicos no se entienden. Al político lo mueve el deseo de poder; al científico el de comprender. El papel del primero es decidir y actuar; el del otro, ganar conocimiento. Los políticos, generalmente abogados, piensan como generalistas; los científicos como especialistas. En fin, el científico -modesto, introvertido- está orientado por el futuro, en tanto el político -egotístico, gregario- por el aquí y ahora. (Esa es una razón que explica la mezquindad del presupuesto para ciencias). En cuanto a la consideración recíproca, y refiriéndonos específicamente a los cientistas sociales, tenemos que anotar que el político piensa, con alguna justificación, que él sabe tanto o más sobre los comportamientos sociales desde el punto de vista práctico que el sociólogo. Siente antipatía por la naturaleza tentativa de las ciencias sociales y las divergencias de opinión entre sus practicantes en cuanto a las regularidades del comportamiento de los hombres en sociedad.

¿Y qué diremos si se pone como referencia comparativa al gran político, al estadista? Isaiah Berlin ayuda a definirlo en su ensayo «Sobre el buen juicio en política» donde anota rasgos que comparten grandes personajes de la historia tales como Richelieu, Washington, Pitt y Bismarck. Este último, su arquetipo histórico, fue un gigante astuto y tortuoso de rara genialidad (a quien presentó el gran Fisher, historiador, como «una figura titánica que sostenía que nadie debe morir sin haber fumado cien mil puros y bebido cinco mil botellas de champagne»), que unió a Alemania y la hizo poderosa como para humillar a la Francia de Napoleón III con su incomparable organización y tecnología.

Los dones del gran político son múltiples: visión natural, comprensión imaginativa, perceptividad inmediata en una situación compleja, razón práctica, capacidad de síntesis, una intuición cognitiva de la sociedad como la que tiene el músico director de los instrumentistas de su orquesta. O dicho de otra manera: «Tener antenas», buen ojo político o nariz u oído; algo empírico, casi estético. Y suerte, una fabulosa suerte a veces.

Berlin, filósofo e historiador de ideas, asevera, en contraposición con los rasgos de realismo y habilidad que encuentra en el estadista, que los hombres entrenados en la ciencia son más bien idealistas e ingenuos en política. Más todavía, no tiene dudas de que son a veces hasta peligrosos, como se vio en la Francia de 1789 y en la Rusia de 1917.

Nuestro amigo brasileño

Fernando Henrique Cardoso, presidente del Brasil, se está yendo. Deja, luego de ocho años de gobierno, una economía pujante (aunque como la nuestra, nada invulnerable a los especuladores de adentro y afuera), una democracia consolidada, mejor salud del pueblo, mejor educación, un impresionante avance industrial y tecnológico (piénsese nada más que la empresa Embraer, constructora de aviones civiles a reacción, facturó 3,2 mil millones de dólares en el 2000). Entrega (¡ay, de compararnos!…) una nación respetada y el recuerdo de un mandatario culto, políglota, señorial y querible. Pero deja algo más que, aunque menos importante, contradice al saber convencional y es novedoso: la prueba de que un cientista social puede convertirse en estadista.

Cuando iniciaba su gestión, los que recelaban del progresismo de quien había escrito en 1967 «Desarrollo y dependencia de América Latina», había trabajado con Prebisch en la CEPAL e integraba aquella pléyade brillante de intelectuales latinoamericanistas que fue barrida en los «70, abrumaron con letanías y vaticinios. (1) Hablaron, particularmente, de contradicción entre las ideas del analista socioeconómico y el discurso casi neoliberal del político. Les respondía con una sonrisa: «O mundo mudou»; él no había cambiado, el mundo había cambiado. Analítico, riguroso, fue demostrando con impecable lucidez que sabía interpretar la historia brasileña desde la raíz. Quería tener (el mismo ideal de nuestro Alberdi del «Fragmento Preliminar» de 1838) el ojo de la inteligencia clavado en la propia sociedad. Así interpretó, como aparcero de la burguesía industrial, lo que correspondía (y nuestros dirigentes obtusos no supieron ver) ante la marea globalizadora: ponerle límites, serenar al capitalismo tecnológicamente avanzado, encauzar su dinamismo.

Dos cosas de este FHC queremos, finalmente, destacar. La primera, que siempre tuvo a la cultura en el centro de su vida intelectual y enfrentó por ello con optimismo una mundialización que entendía «un nuevo Renacimiento» y una oportunidad para su patria. La otra, que fue para nuestro país, en las buenas y en las malas, un amigo consecuente.

(1) Una anécdota. En 1994, antes de la primera elección de Cardoso, exponía aquí Hélio Jaguaribe sobre las perspectivas electorales de su país. Un señor del auditorio le preguntó cómo pensaba que serían las relaciones del posible presidente con la Iglesia. La respuesta del expositor vino en el acto y en la forma de un «oximoron» (término de retórica que designa una alianza entre palabras contradictorias): «¡Ningún problema!.. La Iglesia siempre está muy cómoda con un hombre como él. Fernando Henrique es definitivamente ateo-católico».


Las diferencias entre políticos y científicos han ocupado a varios estudiosos. Estos han coincidido casi siempre en identificar algunos rasgos básicos que explican por qué a menudo estos agentes públicos no se entienden. Al político lo mueve el deseo de poder; al científico el de comprender. El papel del primero es decidir y actuar; el del otro, ganar conocimiento. Los políticos, generalmente abogados, piensan como generalistas; los científicos como especialistas. En fin, el científico -modesto, introvertido- está orientado por el futuro, en tanto el político -egotístico, gregario- por el aquí y ahora. (Esa es una razón que explica la mezquindad del presupuesto para ciencias). En cuanto a la consideración recíproca, y refiriéndonos específicamente a los cientistas sociales, tenemos que anotar que el político piensa, con alguna justificación, que él sabe tanto o más sobre los comportamientos sociales desde el punto de vista práctico que el sociólogo. Siente antipatía por la naturaleza tentativa de las ciencias sociales y las divergencias de opinión entre sus practicantes en cuanto a las regularidades del comportamiento de los hombres en sociedad.

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