El temblor de la comunidad
JUAN MANUEL OTERO (*)
Seis físicos, geólogos, profesores universitarios, todos miembros activos de la comunidad científica italiana, fueron recientemente condenados penalmente por no haber sido capaces de anticipar un terremoto. Y entonces la ciencia, fundamentalmente esa que se pretende pura y alejada de los potentes de turno, que se refugia en las altas casas de estudio, en sus congresos, en sus publicaciones periódicas, se encuentra en estado de alerta. La relación entre el saber aplicado, monopolizado por una comunidad académica altamente formalizada, y la política, la capacidad de responsabilización por las previsiones científicas más allá del mero entorno universitario, la misma futura colaboración entre los sectores de ciencia y técnica y gobierno son algunos de los puntos que esta decisión político judicial pone en discusión. Tradicionalmente el terremoto hubiera sido considerado como una gran catástrofe natural. Imprevisible, violenta, impune. El sismo que en el 2009 sacudió a la ciudad de L’Aquila provocó la pérdida de cientos de vidas, miles de heridos, daños materiales millonarios. No solo, la ciudad vio también dañado irreparablemente su patrimonio histórico. Frente a esta tragedia se hubiera simplemente buscado reconstruir a partir de las ruinas, soportar la calamidad, y el dolor que ella trae como si fuera, apenas, un capricho del devenir. Hoy, sin embargo, el caso de L’Aquila, la inaudita decisión de las cortes italianas, se presenta como un precedente novedoso. Los científicos que formaban parte de los equipos técnico-científicos llamados a analizar, dentro de la órbita estatal, la probabilidad de la ocurrencia de grandes riesgos naturales, fueron condenados sin más a siete años de prisión por no haber sido lo suficientemente diligentes para haber evitado los daños que produjo la catástrofe. Ellos, y sólo ellos, deberán pagar con su libertad el error de no haber sido capaces advertir y comunicar eficientemente el riesgo que se estaba gestando en la entraña de la Tierra. El problema natural, sus efectos, las víctimas, las pérdidas, se transformó también, gracias a la sentencia, en un problema de responsabilización penal y en la búsqueda, entonces, no sólo de reparar las consecuencias nefastas que el terremoto provocó, sino también el de encontrar culpables. Contra la aparente obviedad de que un terremoto no es un fenómeno previsible, se afirmó que nos encontrábamos frente a una imperdonable negligencia. Frente a la magnitud de la catástrofe ya no bastó con las renuncias de los científicos, con el posible desprestigio académico, fue necesario que el error de cálculo sea pagado también penalmente. La decisión plantea una serie de interrogantes y coloca a la compacta comunidad científica frente al peligro de que este fallo tenga la potencialidad de transformarse en lo que ya ha comenzado a ser denominado como un trágico precedente. La sentencia ultrapasa una delgada línea dorada que sirvió de legitimación por siglos a quienes desde las ciencias, duras y no sólo, han influido en la labor diaria de la política. Si históricamente se sostenía que el rol de los científicos debía ser separado del que les cabía a los decisores políticos, si en estos días se ha podido leer en, por ejemplo, New Scientist que mientras la ciencia tiene como tarea principal brindar información objetiva acerca de la posibilidad de que ocurra un riesgo natural, les compete a las fuerzas políticas, a base de esta información neutral y objetiva, decidir cómo encontrar un punto de equilibrio entre medidas preventivas y la inevitable situación de alarma social que estas decisiones podrían llegar a provocar, el fallo subvierte todo este tipo de argumentación La justicia, dejando de lado la incerteza que está siempre detrás de la labor científica, no ya considerando que los científicos apenas tienen la responsabilidad de comunicar sus resultados dentro de su reducido ámbito profesional, los culpa y los condena. El interrogante acerca de cómo la política debe gestionar la búsqueda del equilibrio incierto entre la forma en cómo una comunidad política decide aceptar o no los riesgos que cotidianamente la rodean no es resuelto. El fallo erosiona aquella precisa división de tareas entre el consejo y la decisión, el estudioso y el político. La consecuencia de esta situación podría ser la de encontrarnos con una huelga de manos caídas. Cómo sería posible el trabajo científico, supuestamente calmo, profesional, desinteresado, bajo esta presión judicial y mediática. Cómo sería posible encontrar profesionales dispuestos a absorber el riesgo de brindar su parecer si el mismo se encontrara bajo el escrutinio no sólo de sus pares sino también de los jueces criminales. Si este precedente se consolidara, aun cuando un sujeto se encontrara con los datos suficientes para realizar una previsión, el camino seleccionado seguramente comenzaría a ser el silencio, el desinterés, el retiro. (*) Doctor en Derecho, Università degli Studi di Firenze. Profesor Asociado Universidad Nacional de Río Negro
JUAN MANUEL OTERO (*)
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