El trágico check-in de amable apariencia

Redacción

Por Redacción

ANÁLISIS

A Erich Priebke lo obsesionó siempre la notoriedad. Durante su carrera en la Gestapo solía tener a su cargo los contactos más granados y no se privó de los placeres mundanos reservados a la oficialidad. Y tuvo el trato de los notables, tanto que uno de los más poderosos obispos filo-nazis de la Iglesia Católica lo ayudó a escapar del destino fatal de muchos criminales de guerra. Hasta una tarde de mayo de 1994, Priebke era en Bariloche un viejo ciudadano apreciado en las colectividades, emprendedor al punto de elevar a los primeros niveles el estándar de uno de los establecimientos más emblemáticos de los 40: el colegio alemán. Ese día, la cadena televisiva norteamericana ABC lo cazó de la forma más heterodoxa: con un micrófono y una cámara. Halló la pista en el libro del Esteban Buch: “El pintor de la Suiza argentina”. A Priebke la lengua lo traicionó. Terminó dando al mundo la gran revelación: su participación en una de las mayores atrocidades contra civiles en la Segunda Guerra Mundial: la masacre de las Fosas Ardeatinas en Roma. Con ingenuidad sorprendente, Priebke confesó que el 24 de marzo de 1944 se vio obligado a matar “por órdenes superiores” a dos hombres de los 335 italianos (75 de ellos judíos y algunos adolescentes y ancianos) que “debían morir” en venganza por el asesinato de 32 soldados alemanes y un niño a manos de los partisanos en la emboscada de Vía Rasella, en Roma. La orden era liquidar un italiano por cada alemán muerto. Pero mataron a cinco más de la cuenta “por error”. Priebke era nada menos que “el trágico chek-in”. El que confeccionó las listas y controló cada ejecución en las cuevas romanas. Semejante revelación sacudió las fibras de un país necesitado de mostrar grandeza al mundo. Italia pidió detener a Priebke en mayo de 1994, cuando quedó bajo arresto en su casa de Bariloche hasta noviembre de 1995. Pero el primer proceso avergonzó a Italia frente al mundo por el fallo: culpable pero absuelto. “Río Negro”, que a través de este periodista asistió al juicio en Roma en agosto de 1996, anticipó que Priebke sería sobreseído y no se equivocó. Desde el primer día se olía a rancio. Y el hedor venía de los integrantes del tribunal. Su presidente, Agostino Quistelli, había cometido el peor de los pecados de un juez: la infidencia que presagió benevolencia. Naturalmente, fue un bochorno la lectura de la sentencia en aquella escuálida aula militar, más apta para soldados ladronzuelos que para juzgar a un jerarca nazi. Sólo la pasión de los “muchachos del Ghettho de Roma” impidió que Priebke pudiera respirar la libertad que le concedió Quistelli. A caballo de la ira de los manifestantes judíos se montó el gobierno italiano, rápido de reflejos y que –por su raigambre de izquierda de entonces– necesitaba hacer una buena letra. Pergeñó en pocas horas una dudosa maniobra legal que devolvió a Priebke a prisión, con la excusa del pedido de extradición alemán. Así se fue cocinando el segundo juicio que volvió a caer en un tribunal militar, y determinó “perpetua”. A pocos les importaba el destino final de sus días. Hasta algunos miembros de la comunidad judía consentían un arresto domiciliario, en la casa del adinerado abogado Paolo Giachini, devoto de Priebke. Concedían humanización a cambio de justicia. Pero –a decir verdad– no imaginaban laxitudes que vendrían luego del tamaño de los paseos por las calles de Roma (uno de ellos como ágil motoquero), las cenas afuera con amigos, cumpleaños festejados sin escatimar recursos, un libro autobiográfico, páginas de internet en su homenaje y actos de reconocimientos de neonazis. Paradojas del destino. Priebke esperó el segundo juicio en un monasterio. Y bajo las alas de un convento, un influyente obispo facilitó su huida hacia la Argentina en 1948. Uno de los hallazgos de “Río Negro” en su cobertura del caso en Italia fue la confirmación para el mundo de que Priebke era un “peso pesado” que escapó ayudado por la Iglesia. La generosidad vino del austríaco Alois Hudal, poderoso funcionario que mantuvo frecuentes encuentros con el papa Pío XII (Eugenio Pacelli), criticado por su política de silencio frente a las crueldades del nazismo. La revelación hecha por el ex SS a este diario en la única entrevista que dio (en la cárcel militar de Forte Boccea) ratificó una vieja sospecha: que existió la llamada “Ruta de los monasterios” o “de las ratas”. Y tiró por tierra la hipótesis de que sólo cumplía órdenes y que, si no mataba, sería fusilado. Fue una demoledora evidencia del poder que tenía en sus años mozos el amable anciano alemán que nunca se arrepintió de las atrocidades que co-organizó con Herbert Kappler. (Del libro “Río Negro, diario de 85 años”, 1997, actualizado)

ÍTALO PISANI ipisani@rionegro.com.ar


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