El valor de la palabra

De tomarse en serio las encuestas de opinión, tanto aquí como en otras partes del mundo son cada vez más los que quieren que los políticos sean más honestos y más sinceros porque, nos aseguran, la gente está harta de oírlos mentir o, con el propósito de despistar a quienes piden definiciones claras, “sarasear”, para emplear la palabra que utilizó el ministro de Economía, Martín Guzmán, con la presunta intención de advertirnos que sería mejor no interpretar todo lo que decía al pie de la letra.


¿Tendrán éxito quienes esperan que, después de la pandemia, los políticos hablen con mayor franqueza por entender que les convendría reconciliarse con el electorado local? Hay que dudarlo. Los que piensan así están en campaña desde hace más de 2.500 años, cuando los griegos experimentaban con versiones de la democracia y dramaturgos como Aristófanes, seguidos por los filósofos más célebres, se mofaban de demagogos como el arquetipo, Cleón, un sujeto cuyos equivalentes abundan en el mundo actual.


Muchos profesionales de la política dan por descontado que, si bien algunos optimistas continuarán exhortándolos a respetar la verdad, por fea que ella sea, siempre habrá muchos más que coinciden con lo expresado por la consigna “¡Basta de realidades; queremos promesas!” que esporádicamente puede leerse en paredes porteñas. Existen países en que mentir es políticamente costoso y nadie está dispuesto a tolerar la corrupción, pero hay muchos en que tales prácticas apenas inciden en la reputación de dirigentes determinados.


Por lo demás, en épocas como la que nos ha tocado en que la realidad difícilmente podría ser más deprimente, es tan fuerte el deseo mayoritario de enterarse de algo positivo que es natural que los mandatarios se las arreglen para mejorar, aunque solo fuera un poquito, los datos sobre los estragos que en su propia jurisdicción está provocando la pandemia. Es algo que virtualmente todos, sin excluir a los considerados dechados de sinceridad como la alemana Angela Merkel, han hecho en distintas ocasiones.


A juicio de muchos, sobre todo de sus enemigos, Donald Trump es el campeón mundial de los vendedores de noticias falsas. Puede que lo sea, pero Alberto Fernández merece un lugar en el podio. Además de compartir con el norteamericano la propensión a hacer declaraciones que otros juzgan absurdas sin sentirse obligado a tratar de justificarlas en base a datos concretos, parecería que, para él, lo que otro presidente peronista, Carlos Menem, llamaba “la verdad verdadera” no es más que una teoría epistemológica acaso interesante pero de validez dudosa.


De todos los políticos del país, Alberto no solo figura como el menos confiable, sino también como el que menos ha hecho para convencer a la gente de su propia sinceridad. Antes bien, brinda la impresión de sentirse muy orgulloso de la flexibilidad ideológica que le ha permitido saltar por encima de todas las grietas habidas y por haber.


Lo demostró cuando decidió aliarse con Cristina y, con agilidad mental asombrosa, logró transformarse instantáneamente en la imagen invertida del hombre que hasta entonces había sido. Se entiende: como el abogado eficaz y experto en superar diferencias que es, se siente obligado a asegurar que su cliente más importante tenga la mejor defensa concebible.


De todos los políticos del país, Alberto no solo figura como el menos confiable, sino también como el que menos ha hecho para convencer a la gente de su propia sinceridad.



Dadas las circunstancias, es comprensible que Alberto se haya esforzado por borrar de la memoria de la señora todos aquellos insultos que le había dedicado su encarnación anterior, pero así y todo sería de suponer que su relación tangencial con la verdad le ocasionaría algunas dificultades políticas. ¿Lo ha perjudicado el consenso de que su credibilidad es nula? Parecería que no, tal vez porque los demás políticos se han acostumbrado a llamar la atención a algunas afirmaciones suyas y minimizar el significado de otras.


¿Es auténtica la veneración que Alberto dice sentir por prohombres como Hugo Moyano y Gildo Insfrán? Tanto los nombrados como los halcones de Juntos por el Cambio dirán que sí, pero los simpatizantes de Alberto en la nebulosa peronista que conforma el gobierno nacional insinuarán que por motivos políticos tuvo que alimentar los egos de dos individuos que están entre los menos prestigiosos del firmamento político nacional.


En cuanto a los errores que comete a diario cuando alude al coronavirus, las vacunas y el impacto socioeconómico del desastre sanitario, los atribuyen a la impaciencia, al estrés y a lo imposible que le es mantenerse al tanto de absolutamente todo. Puede que lo que dicen los albertistas sea poco convincente, pero es innegable que, a pesar de todo lo ocurrido, su líder sigue contando con un nivel de apoyo popular que muchos otros políticos envidiarían.


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