El increíble rescate de una autora que se había esfumado: Bette Howland

Un hecho fortuito hizo que la escritora norteamericana saliera de esa zona de olvido en la que había quedado. Eterna Cadencia editó dos libros suyos. Por suerte para los lectores.

A veces pasan cosas así. Es una suerte. El 2 de junio de 2015, Brigid Hughes, editora de una revista literaria, estaba revolviendo ediciones de segunda mano que se ofrecían a un dólar en una librería de Manhattan. Entre todo lo que había, un libro le llamó la atención. No sabía quién era la autora, pero decidió llevarlo, atraída por el título. Era “S-3” (W-3 en el original). Se fue a su casa, empezó a leerlo. Era un diamante. Quiso más.
La autora era Bette Howland. Efectivamente, no la conocía. Ni ella, ni sus compañeros de la revista literaria “A Public Space”, ni la mayoría de los lectores.


El “S-3” de ese libro que la editorial Eterna Cadencia rescató con la traducción de Inés Garland hace referencia al nombre del ala psiquiátrica de un hospital de Chicago. Y lo que cuenta es lo que ocurrió en 1968, cuando Howland, madre soltera de dos niños, trabajos mal pagos, deseo y talento para ser escritora pero sin oportunidad, con una vida que ella evaluó prescindible, se tragó un frasco entero de pastillas para dormir. No murió, fue hospitalizada.


“Está todo bien ahora. Vas a estar bien. Ya pasó todo, ya pasó. Vas a empezar de nuevo, renovada”, escuchó Howland que le decía su madre cuando comenzó a salir del coma que la dejó en terapia intensiva. Y eso es solo el principio de una novela tan personal como universal en la que la autora reconstruye las vidas rotas -más la de los otros que la propia- en un pabellón psiquiátrico de un hospital de Chicago.


Tanto la vida de Howland -rota o recompuesta- como su vida literaria, tiene más momentos de ahora estás, ahora no estás. Momentos a destiempo.


A la editora que llegó a su libro por pura casualidad le costó tiempo y varias búsquedas dar con algún dato de su vida, con sus otros libros, con ella. Para algunas cosas, ya era tarde.


Encontró a su hijo, Jacob. Él le contó en un correo electrónico que Bette había sufrido un accidente automovilístico y que padecía demencia. Pero que tenía en su poder algunos trabajos inéditos y unas cartas que su madre había recibido de Saul Bellow, su amigo, su ocasional amante. Cartas en las que el premiado autor la animaba a escribir, incluso cuando estaba internada tras su intento de suicidio. Le decía así: “En cuanto a escribir (tu escritura), creo que deberías escribir en la cama y aprovechar tu infelicidad. Yo lo hago. Muchos lo hacen. Uno debería cocinar y comerse su miseria. Encadenarla como a un perro. Aprovecharla como las Cataratas del Niágara para generar luz y suministrar voltaje a las sillas eléctricas”.


¿Cocinó y se comió su miseria para escribir?, como le había aconsejado Bellow. “No tenía muchas ganas de contarle a ese grupo de desconocidos la ansiedad con la que me había deglutido una botella entera de píldoras para dormir, o los lapsos considerables del tiempo que me había pasado entregada a las fantasías furibundas con la mejilla apoyada en las puertas grasientas de hornos de gas apagados. No tenía ganas de contarles nada. Podría explicárselos, está bien, pero me llevaría mucho tiempo. Mi vida entera. Podía sentirla detrás mi, sumergida, como un iceberg”, escribió ella en el libro «S-3».


“Notablemente, su apellido es Howland: la tierra de los gritos. Howland grita en su literatura, aúlla. Tiene un humor absolutamente genial y una manera de mirar que es muy difícil de describir, porque tiene una impronta muy cercana pero también una distancia del objeto que mira. Y la mirada es una de las claves que le permite entrar a la sala psiquiátrica con la lucidez de quien no se conforma con los lugares comunes de la locura”, explica la escritora y traductora de la obra de Howland, Inés Garland.


Bette Howland nació en 1937. Hija de inmigrantes judíos, se casó muy joven y tuvo dos hijos varones. Aunque siempre quiso dedicarse a la escritura, la precaria situación económica hizo que tuviera que dedicarse a cuidar a sus hijos. El matrimonio duró apenas; se divorció y tuvo que sostener varios trabajos precarizados, entre ellos un empleo como bibliotecaria en la Universidad de Chicago. Lo que ella quería, escribir, quedó postergado.


Después de las píldoras, después de su internación y después de “S-3”, en 1978 llegó “Blue in Chicago”, un libro de cuentos que todavía no fue traducido al español. Y después, en 1983 fue el turno de “Cosas que vienen y van”, un compendio de tres nouvelles protagonizadas por tres mujeres, que Eterna Cadencia publicó en español, también con la traducción de Garland.


Poco después, en 1984 Howland ganó una beca MacArthur. Un prestigio enorme. Pero otra vez ocurrió aquello de ahora la ves, ahora no la ves. Bette desapareció y no publicó nada más. Nada. Ni artículos, ni reseñas en revistas ni hubo reediciones de sus libros. Se esfumó.


Hubo que esperar hasta 2015, hasta esa editora hambrienta de curiosidad; hasta su determinación para encontrar algo más de Bette Holland, hasta el encuentro con Jabob y esas cartas y esos archivos, hasta que la editorial argentina se lanzara a traducir esos textos para que la obra de Howland volviera a circular. Ella murió a los 80 años, apenas dos años después de un redescubrimiento del que ni siquiera se enteró. Su alzheimer se lo impedía. A veces ocurren cosas así.


Cosas que vienen y van



El segundo libro publicado en el país de Bette Howland, también por Eterna Cadencia y también traducido por Inés Garland está formado por tres nouvelles: “Dios los cría”, “El viejo bromista” y “La vida que me diste” . Tres nouvelles en los que Howland da muestras de ese talento suyo para construir a partir del detalle mínimo y la escena doméstica, una mirada propia, a veces con humor, a veces descarnada. .


El primero, narrado desde la mirada de Esti, es un encantador retrato de familia, una de esas familias ruidosas, parlanchinas (como cotorras escandalosas). Esti no se les parece tanto. No levanta la voz, se maravilla sin gritar, sin exagerar. La discreción es el tono -parco, preciso-, desde el que mira esa escena , un poco distante, pero amorosamente. Y con esa luz que va proyectando sobre cada escena, Esti recupera ese tiempo -el de su infancia, el de su adolescencia- o mejor dicho el modo en que miraba ese tiempo y a esos seres, sobre todo a su abuelo, con su bigote que parecía un manojo de paja, un inmigrante que llegó desde Odessa tras el sueño americano.


El segundo cuento es una pieza de relojería. “El viejo bromista” está contado desde cuatro puntos de vista. Una noche de frío y nieve, Sydney, regresa a su casa después de una cita con Leo Warshaw, un hombre engreído pero frágil detrás de su armadura, amenazado por un extraño episodio nocturno que lo hace vacilar como nunca. A ella la espera su hijo Mark, deseoso de atraer por fin su atención, y la niñera, Mrs Cheatham. Los pensamientos de cada uno de los personajes, los sentimientos, los temores, las decepciones.

En el texto que cierra el libro, «La vida que me diste”, una mujer asiste, desconcertada, al deterioro irreversible de su padre. La llaman porque el hombre cayó por una escalera y entonces, lo que va desovillando Howland son los sentimientos que unieron y desunieron a padre e hija, las viejas peleas, los desacuerdos, los ratos de amor incondicional, y también el temor, enorme, de que ese hombretón de ojos azules puede ser vencido por la muerte.


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