Libros: «La paciencia del agua sobre cada piedra», los preciosos cuentos de Alejandra Kamiya

Alejandra Kamiya publicó en Eterna Cadencia este libro de historias tan mínimas como profundas. Una escritora argentina para atesorar.

Alejandra Kamiya le hace honor a una frase de Saint-Exupéry que ella dice que le encanta: “Un cuento está terminado no cuando ya no se pueda agregar nada sino cuando ya no se puede quitar nada”.
Esa idea, ese podado metódico y amoroso, se nota en cada uno de los breves y poéticos relatos que forman “La paciencia del agua sobre cada piedra”, que editó Eterna Cadencia. Cada uno es la austeridad hecha cuento. Pero es una austeridad poética, que queda al desnudo entre momentos aparentemente inocuos.


Como en dos de sus libros anteriores -”Los árboles caídos también son el bosque” (2015) y “El sol mueve la sombra de las cosas quietas” (2019)-, el nuevo tiene una potencia que queda reverberando entre párrafos, como cuando escribe, en el comienzo de “Sola”, el cuento que abre el libro: “Toda la oscuridad del mundo cabe en una habitación pequeña. Porque la oscuridad no deja intersticios como dudas. No distingue entre rincones o espacios abiertos, no hay para esa boca nada demasiado ínfimo ni demasiado grande. Es de lo que no tiene medida, como Dios o el miedo”.
En ese cuento, Eva se despierta y su marido no está en la cama. Espera que vuelva, lo busca en el edificio, no hay nadie más, se da cuenta de que está sola. “Antes se habría molestado, pero el tiempo le había erosionado las puntas y la había redondeado por dentro, podía aceptar sin entender y rodar con suavidad sobre los hechos”, escribe.


O en otro, que se llama “Augusto”, y dice así: “Cuando se echa a rodar una espera y no se topa con aquello que ansía, la espera sigue su camino: cuesta abajo se acelera, cuesta arriba a veces muere, copia la forma del terreno que no es otro que la vida, y si la vida es completamente lisa, la espera continúa por siempre como una rueda que gira sola en el vacío”.


En “La paciencia del agua sobre cada piedra”, la naturaleza es protagonista. Hay, en los cuentos de Kamiya, un mono, garzas, una gata, un elefante, o perros, como los que salen de paseo cada día en “La pregunta de Rawson”, y mantienen un diálogo entre ellos, mientras la dueña y la paseadora conversan en la reja de la casa. De una belleza y una profundidad estremecedora, Rawson y Oso, los perros que hablan entre ellos reflexionan sobre las rutinas, pero por encima de todo eso, hablan sobre la vida, el paso del tiempo, y el inevitable final. “Piensa en todas las veces que ha hecho ese camino y que mañana va hacerlo de nuevo, y que lo importante, los olores, no se repite”, piensa Rawson, escribe Kamiya.


De padre japonés y madre argentina, Alejandra Kamiya nació en Buenos Aires en 1969. Se formó en los talleres de Inés Fernández Moreno y luego en los de Abelardo Castillo, entre 2009 y 2014. Ya ha publicado “Los que vienen y los que se van: historias de inmigrantes y emigrantes en la Argentina” (2008); “Los restos del secreto y otros cuentos” (2012); “Los árboles caídos también son el bosque” y “El sol mueve la sombra de las cosas quietas“, antes del nuevo libro, que es de 2022.


Aunque Kamiya no tuvo formación académica y aclara que viene “de otro planeta, de otro mundo que nada que ver, del comercio”, es evidente que encuentra dosis de literatura escondidas en lo cotidiano, que sabe buscar y encontrar el modo en que la naturaleza de afuera está adentro, que puede superponer e hilvanar capas de autobiografía con poesía.
Como en el cuento “Lugares buenos”, en el que habla de un perro, y de la vejez, pero también de su padre japonés y de su infancia, de cuando le regalaron a su perro Capitán, y de cuando los chicos del colegio le decían que era china. “Capitán era un lugar. Allí yo podía estar. Tal vez debería decir estar a salvo, porque en esa época empecé ir al colegio”, escribe, antes de recordar un día, que ella llama “el fusilamiento”, en el que la pusieron contra la pared del patio y cada compañero del aula pasaba y le decía cuál sería su castigo por ser “china”: “no voy a jugar con vos”, no te voy a prestar mis lápices”, “no te voy a hablar”, etc.


La manera en que Kamiya llegó a la literatura tiene gracia. “Cuando tuve un hijo, ya grande, mi vida cambió de eje. Salía sólo para trabajar o ir al supermercado. Fue ahí, en un supermercado, dónde vi el anuncio de un concurso literario con un premio frívolo y al mismo tiempo muy tentador: un día de spa. Yo no conocía cómo funcionan normalmente los concursos, y escribí ahí mismo el cuento e intenté presentárselo a la cajera, que por supuesto no lo aceptó. Finalmente lo presenté como debía y gané el concurso. Me llamaron y me propusieron pasar por el hotel Sheraton un día al atardecer. Yo pensaba retirar un voucher y me encontré con una recepción muy paqueta, en la que todos me preguntaban hacía cuánto tiempo que escribía. Yo no respondía y pensaba que tal vez había algo allí para desarrollar”, contó en una entrevista.


Aunque en este nuevo libro de Kamiya la naturaleza y varios animales transiten las páginas, no es un libro sobre animales, ni sobre la naturaleza en particular. Pero ahí está la llanura pampeana en tres relatos cosidos por el silencio de lo no dicho entre Leiva, Renata y Augusto. Ahí están las garzas, en la misma pampa, como una metáfora de todas las luces y sombras que pasaron.


En una plaza, pero también en un departamento, en el baño, o en una habitación, los cuentos que forman este libro transitan esos momentos esenciales y cotidianos que podrían pasar desapercibidos, instantes que hablan de la pérdida y el duelo, de los silencios, de la soledad.
Las escenas que relata Kamiya son como la superficie quieta de un lago y el libro, cada relato, está escrito como si ella le pasara su mano, delicadamente, por la superficie. Lo que genera cada cuento está implícito en ese gesto aparentemente mínimo y modesto que termina rizando todo el agua.


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