“Exequias”

Por Redacción

Era muy chico cuando murió Eva Perón. Un mes después, por la tardecita, llegó a la ciudad donde vivíamos un tren con la llama “votiva” y las antorchas (gruesas sogas de cáñamo impregnadas de brea y cubiertas con papel). La gente del pueblo encendió allí las antorchas y marchó organizadamente, acompañada desde los altoparlantes por los acordes de una marcha fúnebre, por la calle principal a las “ocho y veinticinco”. Esto pasaba simultáneamente en muchos pueblos y ciudades del país –por entonces el tren llegaba a todos–. Con mi madre lo mirábamos a la distancia. Mi familia –comerciantes españoles de clase media devenidos en viñateros– era antiperonista aunque no de manera militante. Yo concurría a una escuela religiosa. En la matiné de los cuatro cines durante ese mes se proyectó un documental sobre Eva y sus monumentales exequias. Solía salir descompuesto. No soportaba, ya en colores, tanta carga de pompa y muerte, idea esta última que por entonces me aterraba. Pocos años más tarde iniciaba mi secundario en un liceo militar cuando Perón se convirtió en el “tirano prófugo”. Ahora la cita fue cerca de mi casa, donde estaba el monolito con el busto de Evita. Allí le ataron un grueso cable al cuello, con un tractor tiraron hasta desencajarlo y lo arrastraron por la misma calle donde se había hecho la marcha. No puedo olvidar esa cabeza de bronce rebotando en el asfalto, magullada y con la nariz aplastada, como una premonición de lo que pasaría en su nariz embalsamada. Pero lo realmente conmovedor fue la actitud de una mujer muy humilde que en el medio de toda esa brutalidad se agachó en la base del monumento, levantó el florerito volcado y las flores desparramadas y las volvió a acomodar allí amorosamente. Ese gesto marcó más mi relación con el peronismo y con Eva Perón que los años de curas y milicos. El viernes, último día de las “exequias”, magnetizados frente al televisor buscando escapar de tantas palabras redundantes de comunicadores vanos, recalamos en un canal (de los odiosos) que en pantalla entera casi sin zócalo y sólo con “Ombra mai fù” en el audio nos mostraba la salida del cortejo desde el aeropuerto de Río Gallegos atravesando ese breve tramo de estepa patagónica con la vegetación agitada por el viento, nuestro viento, y la importancia de los vehículos oficiales disimulada por la presencia y compañía de “pueblo” que, a pie o en bicicleta, se había anticipado y acompañaba el cortejo. El zoom se retiró y el horizonte cobró presencia, los pastos agitándose en primer plano, en lontananza la fila de gente y, sobresaliendo, algunas banderas; un cortejo triste y patético con una fuerte carga telúrica, casi más un ritual. Fueron pocos minutos apenas, los suficientes. La pantalla se partió nuevamente, el zoom volvió al primer plano, las voces reaparecieron, los zócalos volvieron a diseñar previsibles estupideces, las multitudes esperaban… conmovidos apagamos el televisor. Eusebio Sigüenza DNI 6.892.629 Carmen de Patagones


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