Fogwill, un tipo cool
claudio andrade candrade@rionegro.com.ar
mediomundo
Fogwill poseía algo que, en general, los escritores esquivan o jamás logran alcanzar por fuera de la literatura: estilo. Más allá de la ficción, Fogwill era cool. Como Paul Auster. Como Alan Pauls. Su obra es un asunto aparte. La misma naturaleza del escritor lo obligaba a llevar una existencia escindida. Cuando uno de sus rostros no traicionaba al otro, se complementaban. Durante muchos años, antes de exigir que se le mencionara sólo por su apellido (como a Borges, Hermingway, Vargas Llosa y Coke), Rodolfo Enrique Fogwill se ganó la vida bajo el título de “especialista en marketing”. Llegó a estar en la cima del universo publicitario. Hasta que cayó y en su declive se gastó lo que había juntado. ¿Recuerdan el eslogan: “El sabor del encuentro”? Bueno, lo creo él pensando en usarlo en una campaña de cigarrillos. Al final, sabemos que terminó en el escudo de una cervecería. En distintas entrevistas el autor descartaba la importancia de este trabajo tratándolo de mal menor, de un juego dialéctico que le ayudaba al Rodolfo Enrique ejecutivo a transformarse por las noches en simplemente Fogwill. Fue exitoso en los dos ámbitos: el publicitario y el literario. Sin embargo, gracias al segundo se volverá eterno. Tenía pinta de poeta loco. De Dandy a punto de atravesar el nuevo milenio. De ejecutivo de cuentas con los pájaros volados. De yuppie con onda. De literato adinerado. De playboy. De libre pensador de trasatlántico. Su obra más famosa, “Los pichiciegos” fue también la que menos le llevó escribir: 6 días de duro trabajo y 18 gramos de cocaína. No fueron sus principios aunque si su entrada triunfal por la puerta grande de la literatura. Luego ganó un premio, y con la plata puso una editorial donde hizo realidad una parte de sus sueños, editar a tipos distintos. Escritores que podían marcar la diferencia en el panorama nacional como Osvaldo Lamborghini y Néstor Perlongher. Su funeral también fue un encuentro de generaciones. A Fogwill no lo soportaba un montón de gente del ambiente literario sobretodo por sus posiciones políticas, culturales o vivenciales. Y por la manera visceral en que las expresaba. Pero otros tantos lo querían y lo respetaban, sobretodo los jóvenes que se sentían escuchados y atendidos por él. Sabía inventar. Desarrollaba personajes que a todos nos podían resultar vagamente conocidos y otorgarles alma y cuerpo. Un chiquillo disfrazado de militar y escondido en una trinchera en la Guerra de Malvinas, un explorador del primer mundo enamorado de una piba punk, un yuppie de los 80, un oscuro negociador de tandas de poder y dinero de los 90, un poeta aguerrido, un bohemio exquisito de camisas caras, un aristócrata del arte. Todos ellos humanos y humanoides de sus novelas. Hace unos años conversé brevemente con él por teléfono, a propósito de una entrevista que nunca realizamos. “¿De dónde me llama”, me preguntó, “Del sur, de la Patagonia”, le respondí. “¡Ah! ¡pero para hacer la entrevista usted va a tener que venir a Buenos Aires porque yo hasta allá no voy ni en pedo!”, remató y nos reímos un rato sin llegar a ningún acuerdo. Tiempo atrás mantuvo una divertida conversación con el periodista Martín Riva. Riva le preguntó: “Si bien es cierto que usted es una persona frontal (la mayoría de las veces que yo lo he leído en entrevistas), yo noto en su obra un deseo de cambio y de afecto a que la sociedad mejore, ¿puede ser?”. Y la respuesta de Fogwill es para un cuadrito: “Es difícil esa… No tiene nada que ver con el afecto, no tiene nada que ver con el afecto. Tiene que ver con la estética. Lo antiestético de la formación social me molesta, como sería lo antiestético de una frase, ¿no?; la fealdad de una frase. La sociedad es un texto mal redactado.”.
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