«Gaia» y el cambio climático

A principios de los 70 James Lovelock, higienista, meteorólogo e inventor inglés, desarrolló una hipótesis sobre las propiedades del planeta que se hizo célebre. La teoría, conocida como hipótesis «Gaia» (de «Ge» o «Gea», diosa de la Tierra en la mitología griega), propone que la vida en el planeta trabaja para mantener condiciones favorables a ella misma. Se trataba de un enfoque más que audaz que requería seria confrontación científica y, si bien tuvo una infinidad de escépticos, recibió al tiempo alguna compañía sólida como la de Lynn Margulis, prestigiosa bacterióloga americana. El nombre de Lovelock venía enaltecido por descubrimientos médicos originales y por la invención de instrumentos científicos, el principal de los cuales era el «electron carbon detector» que permitía la identificación de pequeñísimas trazas de contaminantes de la atmósfera, en particular la detección y el conteo de partículas individuales de clorofluorocarbonatos. En 1969 utilizó su detector en costas irlandesas y habiendo descubierto que allí el aire contenía 50 partes por trillón de la sustancia conocida como CFC-11 esto lo llevó a preguntarse si la polución abarcaba toda la atmósfera terrestre. Para testear esta hipótesis llevó la máquina a la Antártida en 1971 y detectó el químico en todas partes. En pocos años sus datos fueron materia de investigación por muchos científicos interesados en el problema de la disminución de la capa de ozono.

Pero ya bastante tiempo atrás Lovelock había sido seducido por el concepto de Gaia. Ello ocurrió en septiembre de 1965 y en un laboratorio aeronáutico de California cuando un astrónomo le exhibió datos probatorios de que las atmósferas de Marte y Venus estaban compuestas casi enteramente de dióxido de carbono. Resultaba así un fuerte contraste con los altos niveles de oxígeno de la atmósfera de la Tierra resultantes de la desintegración del CO2. Escribió que, comentando el hecho con Carl Sagan, del diálogo «emergió en mi mente la imagen de la Tierra como un organismo vivo capaz de regular la temperatura y la química en una confortable estabilidad». Esa imagen fue recibida y exaltada con fervor casi religioso por sectores del movimiento «verde» descriptos como «new age» y «ecofreaks».

Científico independiente, «free lance» sin afiliación institucional, la hipótesis de Lovelock recogió escasa credibilidad en la comunidad especializada, siendo los biólogos neodarwinistas los más críticos. Ellos mantienen, al contrario de esa holística -que propone la cooperación- una visión evolutiva de la naturaleza como competencia, una jungla de organismos batallando unos contra otros en su lucha por sobrevivir. Uno de ellos, Richard Dawkins (autor del best seller «El gen egoísta») fulminó su teoría como «ciencia poética», «pop-ecology literature» y «sobreestimada fantasía romántica»). (1)

 

Sus últimos libros

 

Hace tres años comentamos aquí la aparición de un nuevo trabajo titulado «La venganza de Gaia» en el que el personaje reaparecía a la luz pública con un tema muy actual, una crisis climática que consideraba casi terminal. Constataba un fuerte deterioro de Gaia en cuanto a sus virtudes homeostáticas, determinado por enormes cantidades de óxido de carbono que la civilización libera a la atmósfera. Ahora publica otro libro en el que reafirma su pesimismo pero de un modo todavía más apocalíptico, tal como lo indica el título, que habla de «Una advertencia final». Explica, en síntesis, que la presencia de 7.000 millones de personas pugnando por confort tipo Primer Mundo es claramente incompatible con la homeostasis climática así como con la química, la diversidad biológica y la economía del sistema.

El consejo del autor es tratar de adaptarse a cambios que son inevitables, salvar lo que se pueda. No ve posibilidades de esperanza en acuerdos internacionales como los que los gobiernos intentan en estos días. Cada nación dependerá de sí misma, aunque hay algunas, su Inglaterra en particular, que tienen mejores condiciones para que la sociedad se vea en ellas menos perturbada. Piensa que casi todo lo que se está proyectando para paliar el colapso es ilusorio. Los esfuerzos para desarrollar biocombustibles harán peores los problemas: más depredaciones en bosques y disminución de los alimentos. Los esfuerzos por energía solar o eólica son pérdida de tiempo; lo que se haga «podrá ser recordado en lo futuro como una de las grandes locuras del siglo XXI». Nada de lo que se ha avanzado en tecnologías de este tipo lo convence. Sostiene, como lo viene haciendo en los últimos años, que solamente la energía nuclear ofrece una posibilidad de salvación y a ella debería recurrirse de inmediato. Es, en su opinión, la única solución ecológica para el cambio climático. Ácidamente, muchos que se ofendieron con estas manifestaciones volvieron a poblar internet con blogs y comentarios del tipo «Un gurú ecologista se hace nuclear».

Refiriéndose a este último libro, Tim Flannery -científico y activista sobre cambio climático- escribe que la impresión que deja es la de un autor que está en desacuerdo con casi todos, pero que sus dardos más picantes se dirigen ahora en especial a los del movimiento «Green». Cita que el legendario creador de Gaia ve el libro «Silent spring» de Rachel Carson, considerado el disparador del movimiento ambientalista moderno, como origen de lo que llama «una angosta fe restrictiva» que impulsa «una causa política contenciosa y partidista, que en lo mejor no ha sido nada más que una expresión parcial del humanismo de la cristiandad o el socialismo, y en lo peor de un extremismo anárquico». Cumplidos sus 90 años, James Lovelock sigue siendo, como se ve, todo un personaje rico en ideas para discutir.

 

(1) En «Destejiendo el arco iris» insiste en una anécdota. Dice que el ejemplo más extremo de esta ciencia poética mala procede de un famoso ecologista. Cuenta que en la Open University una conversación derivó cierta vez hacia el asunto de la extinción en masa de los dinosaurios y si esa catástrofe había sido causada por una colisión cometaria. «El barbudo ecologista no tenía duda alguna: ¡Pues claro que no, dijo de manera terminante. Gaia no lo hubiera permitido!».

HÉCTOR CIAPUSCIO (*) Especial para «Río Negro»

(*) Doctor en Filosofía

HÉCTOR CIAPUSCIO


A principios de los 70 James Lovelock, higienista, meteorólogo e inventor inglés, desarrolló una hipótesis sobre las propiedades del planeta que se hizo célebre. La teoría, conocida como hipótesis "Gaia" (de "Ge" o "Gea", diosa de la Tierra en la mitología griega), propone que la vida en el planeta trabaja para mantener condiciones favorables a ella misma. Se trataba de un enfoque más que audaz que requería seria confrontación científica y, si bien tuvo una infinidad de escépticos, recibió al tiempo alguna compañía sólida como la de Lynn Margulis, prestigiosa bacterióloga americana. El nombre de Lovelock venía enaltecido por descubrimientos médicos originales y por la invención de instrumentos científicos, el principal de los cuales era el "electron carbon detector" que permitía la identificación de pequeñísimas trazas de contaminantes de la atmósfera, en particular la detección y el conteo de partículas individuales de clorofluorocarbonatos. En 1969 utilizó su detector en costas irlandesas y habiendo descubierto que allí el aire contenía 50 partes por trillón de la sustancia conocida como CFC-11 esto lo llevó a preguntarse si la polución abarcaba toda la atmósfera terrestre. Para testear esta hipótesis llevó la máquina a la Antártida en 1971 y detectó el químico en todas partes. En pocos años sus datos fueron materia de investigación por muchos científicos interesados en el problema de la disminución de la capa de ozono.

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