Genio y esquizofrenia

Por Héctor Ciapuscio

Se anuncia una película dirigida por Ron Howard y protagonizada por Russell Crowe sobre un individuo cuya vida ejemplifica algo que muchas veces ha sido intuido o comprobado: la correlación entre creatividad filosófica, científica o artística y personalidad psicótica. Los casos de genios con rasgos de humanidad extraña pertenecen a una tradición conocida. Descartes, Newton y Kant están entre los mayores de una lista parcial que incluye a Rousseau, Chopin, Joyce, Keats, Byron, Melville, Wiener y Wittgenstein. El que nos ocupa, que es actual y extremo, se refiere en una biografía titulada «Una bella mente» ( «A Beautiful Mind», de Sylvia Nasar), que narra la curiosa trayectoria de John Nash, un matemático que en 1949, a los 21 años, envió a la National Academy of Sciences un breve «paper» que revolucionó la teoría de los juegos, una herramienta de extraordinario valor heurístico aplicable a problemas estratégicos de variados tipos y que no mucho después, aquejado de esquizofrenia, comenzó un largo peregrinaje por hospitales psiquiátricos del que emergió, pasadas varias décadas, para recibir el Premio Nobel de Economía en mérito de aquella temprana genialidad.

Cuando hacia fines de 1959 Nash enfermó, su convicción sobre la racionalidad de todas las cosas, natural en un matemático, lo llevó a buscar obsesivamente significados ocultos a cuanto veía o percibía. El primer síntoma preocupante fue cuando entró en el MIT (Massachussetts Institute of Technology) afirmando haber descifrado el título cabeza del «New York Times» del día. Se trataba de un mensaje en clave de extraterrestres. A un colega que le preguntó cómo un hombre consagrado a la razón y la prueba lógica podía creer en alienígenos que lo necesitaban para salvar el mundo, lo dejó de una pieza contestándole que sus ideas sobre esos seres extraordinarios le habían llegado del mismo modo como lo habían hecho sus ideas matemáticas; por eso las tomaba en serio. A partir de entonces siguió cosechando dislates trágico-cómicos. Que la cara de Juan XXIII que salía en la portada de «Life» era, en realidad, la suya. Su razonamiento: el Papa había elegido su mismo nombre (John) y el número 23 era su favorito. Que el hecho de que «Spain» y «Sinaí» comenzaran las dos con «S» no era porque sí. Otras citas hablan de que rechazó un nombramiento en la universidad de Chicago porque prefería la oferta de ser emperador de la Antártida. Estando en Ginebra, gestionó renunciar a su nacionalidad y obtener certificación de refugiado de todos los pactos, NATO, Varsovia, Medio Oriente, SEATO, etc. De vuelta en Princeton, caminaba por las calles con aire totalmente ausente preocupado por descifrar los «mensajes» que escondían las notas de los periódicos y refiriéndose a sí mismo -a lo Maradona- como a una tercera persona. Internado de nuevo, escribió sorprendentemente un trabajo sobre dinámica de fluidos titulado, en francés, «Le Probléme de Cauchy Pour Les Equations Différentielles d»une Fluid Générale» que sería enseguida calificado en el Diccionario Enciclopédico de Matemáticas como «básico y notable».

En 1962 su mujer, que hasta el momento se había mostrado heroica frente a la intratabilidad de su insania y el deambular por sanatorios, pidió el divorcio. Pero más tarde, después de dos nuevas internaciones, decidió continuar la convivencia pero dejándolo hacer su vida inofensiva lejos de médicos y psiquiatras. Por esos años, aunque sin dejar de oír voces y hacer cosas raras (en Princeton lo llamaban «el loco de la biblioteca»), se insinuó una inesperada mejoría. En 1983, un físico del instituto se sorprendió, emocionado, ante una precisa observación suya sobre una persona y un hecho de la vida real. Comentó: «Fue hermoso asistir a ese pequeño despertar…» El nivel de las «voces» fue disminuyendo. Desaparecieron los miedos del Día del Juicio Final, del Genocidio, de Armaggedon, de su identidad cambiada por la de un shogún japonés o de un refugiado palestino, de creer estar en El Cairo, en Mongolia o en un campo de concentración. Volvió a los problemas matemáticos y se hizo amigo de la computadora para resolverlos.

Lo último que de él sabemos es que se negó a dar consentimiento tanto al libro como a la película. Después de recibir el Nobel en 1994 habló de su odisea personal, del «tiempo de mi irracionalidad». La vuelta a la cordura había empezado con el rechazo de una línea de pensamiento que por decenios lo había obsesionado. Un paso clave -que, irónicamente, sería quizá recomendable también para nuestros angustiados compatriotas en estos días de montoneras en la Rosada- había sido la resolución de no preocuparse más por la política. Advirtió que mejoraba cuando percibió en su mente el inicio de un viraje hacia el rechazo de todo pensamiento políticamente orientado, en razón de que era esencialmente una lastimosa pérdida de tiempo. Al convencerse John Nash de que la política no valía la pena -algo parecido a lo de Don Quijote (1) cuando despertó de su locura y renegó de los libros de caballería que lo habían alienado- restableció su salud mental.

(1).- El párrafo, en la 2º parte del libro de Cervantes: «Dadme albricias, buenos señores, de que ya no soy Don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron el renombre de bueno. Ya soy enemigo de Amadís de Gaula y de toda la infinita caterva de su linaje; ya me son odiosas todas las historias profanas de la andante caballería; ya conozco mi necedad y el peligro en que me pusieron haberlas leído…».


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