Hábitos confesables de un escritor pueblerino

Los sábados y domingos, temprano, las calles del pueblo son de todos los pájaros, de algunos borrachos rezagados, y de un aspirante a poeta. Me levanto a las seis y media y una hora después ya ando furioso peleando con palabras que no acceden a venir. La solución es dejar la silla y la mesa, salir a caminar. Al poco rato los versos o el párrafo, con sus ritmos y claves, aparecen como en el aire, se van armonizando. Es como si me los soplaran el aire mismo, las calandrias. Quizás somos inevitablemente itinerantes, y sólo andando se nos da el verbo. Voy diciendo esos párrafos o versos en voz baja; a veces me entusiasmo, me sorprendo hablando fuerte, y me avergüenzo. Antes, mientras caminaba, copiaba esos textos en el celular, y me los enviaba en un mensaje. Gasté bastante plata en esto, hasta que me compré un nuevo celular que permite tomar notas. Pero me fastidia estar errándole a las teclitas con los dedos. Así que he optado por llevar una birome (tiene que ser de esas que llaman cristal, que valen dos o tres pesos), y un papel proletario, quizás el reverso de un ticket de compra, o un sobre del banco o de la tarjeta de crédito. Por favor, entidades financieras, ¡hagan sobres con la parte interior en blanco! Por si la birome cristal se pierde, guardo cinco o seis iguales en una caja sobre la mesa de escribir. Digo mesa, no escritorio, porque mantengo un amorío con las mesas de cocina o comedor; sobre una así es que escribo. No tiene que haber ningún otro papel encima, no me dejaría en paz. Sólo la birome, el montoncito de dos o tres hojas en blanco, una lámpara encendida. En invierno escribo en la cocina, que es el mejor lugar para hacerlo. En ese caso, tiene que haber fuego encendido. Como ya no está la cocina económica de mi infancia, que siseaba su manso ardor, ahora mantengo encendida en su mínimo la hornilla del gas. La visión del fuego alimenta y renueva la escritura. En cuanto a las hojas, no de cualquier clase. Los interiores de los sobres son útiles, pero estrechos. Lo mejor es cuando uno puede aprovechar envoltorios comerciales. El colmo del refinamiento es usar cuartillas o papel de estraza, que compro y después corto a medida. Las poesías que más me gustan han querido aparecerse en ese papel madera. Cuando la punta dura de la birome raspa ese papel, las palabras se ponen a bailar. Los momentos para escribir son, o la mañana, según queda dicho, o la tardecita. Supongo que a la mañana, medio dormido el hemisferio izquierdo del cerebro, brotan mejor las extrañas asociaciones, los raros acoples que hacen la poesía. A la tardecita, en esa apacible tregua del tiempo, lo extraño, lo no dicho, se anima a encenderse. También a esta hora, me resulta imprescindible tener una lámpara prendida. Atento a estas trampas que yo mismo me tiendo, estos horarios, estas pequeñas obsesiones, es que trato de escribir. A veces, la palabra no viene ni siquiera en presencia de todo esto. A veces, viene contra toda precaución y expectativa. Pero yo mantengo estos hábitos. Quizás porque siento temor y riesgo en la relación con las palabras (tanto como placer) y por eso busco elaborar fórmulas, rituales, conjuros; como el chico que cruza chiflando fuerte, pisando baldosas salteadas, cierto espacio oscuro.


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