India, el caos armónico
Una espiritual vecina de San Martín de los Andes cuenta con exquisita sensibilidad sus impresiones tras visitar el país asiático.
La primera ciudad que visité en la India fue Delhi. De inmediato me sorprendió el tránsito. Las personas, autos, motos, toc toc (motos/taxi), vacas y cabras se esquivan desordenadamente por la calle, se escuchan muchas bocinas pero no en señal de protesta, sino avisando: “ahora paso yo”. Todo lo que parece tan caótico en la India, aunque resulte extraño, convive armoniosamente. Después de pensar y conjeturar, me di cuenta que no hay necesidad de buscar explicación: simplemente es así. Este pensamiento me acompañó desde entonces cuando intenté buscar la lógica en otras situaciones insólitas; por ejemplo, al entrar a un templo se ven objetos hermosos, dioses de mármol bellamente tallados y pinturas en las paredes, pero además alguna escoba o balde, trapos tirados… a la vista hay desorden y suciedad. Al sacarme las zapatillas, entrar y oler el aroma a sándalo o ámbar, comienza a penetrarme la calma, entonces todo desaparece, ya no importan las cosas tiradas, ya no hay desorden. Creo que el “efecto” lo producen las personas. Los indios con su mirada limpia, brillante, calmada; su sonrisa amplia y sus movimientos lentos. En Hudeel, una aldea en medio de la nada, muy pobre y humilde, fui a visitar varios templos acompañada por Golu, un niño que mientras me guiaba por su pueblo se iba encontrando con amigos que se sumaban al paseo mientras reían y jugaban. Entonces entramos a un quiosquito a comprar caramelos para regalarles y la nena que me atendió junto a su mamá, me invitó a pasar a su casa. Pasamos. Primero abrieron con orgullo dos placares repletos de “saris” multicolores prolijamente doblados y apilados. Después, en el patio nos reunimos con el resto de la familia: tío, hermanos, niños, todos sonreían hospitalariamente, me mostraron sus cabras y bueyes y lenta, tranquila y cálidamente me acompañaron a la salida. En India todo transcurre fluyendo serenamente, sin pausas. Pero la India, para mí, además es cielo con pequeños barriletes, comino, canela, curry, masala –aromas que guardé entre las cosas de la valija–, risas, elegantes saris rojos, amarillos, naranjas, ganas de presenciar alguno de los muchos casamientos que vi porque la luna y el sol indican que es buena época, botellas de agua mineral, paseo en elefante, vacas escuálidas, coloridos pavos reales , templos, palacios y tratar de hacerme entender con Bahawar, nuestro conductor.
Tus viajes en Voy
Templos en Nueva Delhi, donde todos al ingresar se quitan el calzado porque eso marca la diferencia de niveles espirituales entre la calle y el interior.
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MARíA EUGENIA LLAMAS
La primera ciudad que visité en la India fue Delhi. De inmediato me sorprendió el tránsito. Las personas, autos, motos, toc toc (motos/taxi), vacas y cabras se esquivan desordenadamente por la calle, se escuchan muchas bocinas pero no en señal de protesta, sino avisando: “ahora paso yo”. Todo lo que parece tan caótico en la India, aunque resulte extraño, convive armoniosamente. Después de pensar y conjeturar, me di cuenta que no hay necesidad de buscar explicación: simplemente es así. Este pensamiento me acompañó desde entonces cuando intenté buscar la lógica en otras situaciones insólitas; por ejemplo, al entrar a un templo se ven objetos hermosos, dioses de mármol bellamente tallados y pinturas en las paredes, pero además alguna escoba o balde, trapos tirados... a la vista hay desorden y suciedad. Al sacarme las zapatillas, entrar y oler el aroma a sándalo o ámbar, comienza a penetrarme la calma, entonces todo desaparece, ya no importan las cosas tiradas, ya no hay desorden. Creo que el “efecto” lo producen las personas. Los indios con su mirada limpia, brillante, calmada; su sonrisa amplia y sus movimientos lentos. En Hudeel, una aldea en medio de la nada, muy pobre y humilde, fui a visitar varios templos acompañada por Golu, un niño que mientras me guiaba por su pueblo se iba encontrando con amigos que se sumaban al paseo mientras reían y jugaban. Entonces entramos a un quiosquito a comprar caramelos para regalarles y la nena que me atendió junto a su mamá, me invitó a pasar a su casa. Pasamos. Primero abrieron con orgullo dos placares repletos de “saris” multicolores prolijamente doblados y apilados. Después, en el patio nos reunimos con el resto de la familia: tío, hermanos, niños, todos sonreían hospitalariamente, me mostraron sus cabras y bueyes y lenta, tranquila y cálidamente me acompañaron a la salida. En India todo transcurre fluyendo serenamente, sin pausas. Pero la India, para mí, además es cielo con pequeños barriletes, comino, canela, curry, masala –aromas que guardé entre las cosas de la valija–, risas, elegantes saris rojos, amarillos, naranjas, ganas de presenciar alguno de los muchos casamientos que vi porque la luna y el sol indican que es buena época, botellas de agua mineral, paseo en elefante, vacas escuálidas, coloridos pavos reales , templos, palacios y tratar de hacerme entender con Bahawar, nuestro conductor.
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