Juegos distintos
Mientras que los radicales, peronistas, socialistas, dirigentes de PRO y afiliados de otras organizaciones políticas que conforman el arco opositor procuran respetar las reglas democráticas, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner y sus partidarios se mofan de ellas. Dan a entender que, merced a su condición de revolucionarios resueltos a cambiar las estructuras del país para que se aproximen a las previstas por “el relato”, tienen derecho a apropiarse de los recursos del Estado y emplearlos para beneficiar a sus simpatizantes y perjudicar a sus adversarios, desvirtuar los organismos de control, presionar a los jueces para que cohonesten sus transgresiones y provocar puebladas a fin de intimidar a aquellos gobernadores provinciales e intendentes municipales que son reacios a obedecer sin chistar sus órdenes. Los kirchneristas no son los únicos que piensan así, ya que muchas facciones pequeñas de la izquierda trotskista comparten su desprecio por la legalidad “burguesa”, pero hay una diferencia enorme entre tales grupúsculos, que en otros países democráticos no plantean un peligro auténtico al sistema, y el kirchnerismo, que no sólo se ha propuesto monopolizar el poder, yendo “por todo”, sino que ya posee bastante para aspirar a alcanzar su objetivo totalitario. Habrá excepciones, pero los comprometidos con la democracia anteponen la defensa del sistema así supuesto a sus propias ambiciones políticas. Por lo demás, dan por descontado que el electorado los castigaría si se les ocurriera asumir una postura autoritaria. En cambio, los kirchneristas no se preocupan por la eventual reacción del electorado frente a sus atropellos constantes. Al contrario, luego de casi diez años en el poder, tienen motivos de sobra para confiar en que una parte sustancial del electorado seguirá pasando por alto actitudes y formas de actuar que en sociedades más quisquillosas serían repudiadas por una mayoría abrumadora. Saben que pueden cometer errores grotescos, como los que posibilitaron el motín salarial de los gendarmes, la incautación de la fragata “Libertad” por un juez ghanés a pedido de un fondo “buitre”, una serie de debacles financieras provinciales y así largamente por el estilo, sin que tales deslices tengan un impacto muy grande en su imagen, porque hay millones de personas que a pesar de todo parecen resueltas a continuar respaldando al oficialismo. De agravarse mucho más la crisis económica, la lealtad de este electorado cautivo podría transformarse en hostilidad, pero hasta ahora ello no ha sucedido. La experiencia nos ha enseñado que no es tan fácil romper los lazos emotivos que se forjan entre un caudillo populista como Juan Domingo Perón, Carlos Menem y, últimamente, Cristina, por un lado y, por el otro, los sectores más pobres del conurbano bonaerense y las provincias más atrasadas de cultura feudal. Una vez más, pues, el país es el escenario de una lucha política entre quienes quieren acatar las reglas propias de la democracia republicana o por lo menos sienten que es de su interés hacerlo y autoritarios que, sin equivocarse, suponen que su voluntad de violarlas contará con la aprobación de sectores relativamente amplios que la tomarán por evidencia de sinceridad. Es como si aquéllos jugaran al fútbol y éstos, a una versión apenas reglamentada del rugby. De ser la Argentina un país de cultura política tan democrática como la de Europa occidental, América del Norte y Oceanía, los kirchneristas ya se hubieran visto expulsados del torneo porque los electorados no están acostumbrados a tolerar las infracciones repetidas, pero aquí la cultura caudillista y populista ha echado raíces tan hondas que solamente una minoría soñaría con oponerse a un gobierno por algo que, a juicio de la mayoría, es meramente anecdótico. En circunstancias determinadas, una parte de dicha mayoría podría brindar la impresión de sentirse sumamente preocupada por la corrupción o por la violación de los derechos ajenos de un gobierno que antes había apoyado, como hizo al darse cuenta de la magnitud del fracaso de la dictadura militar más reciente, pero de haber logrado aquel régimen manejar la economía con tanto éxito como su equivalente chileno, el grueso de la ciudadanía se hubiera resistido a condenarlo por los crímenes de lesa humanidad que había perpetrado.
Mientras que los radicales, peronistas, socialistas, dirigentes de PRO y afiliados de otras organizaciones políticas que conforman el arco opositor procuran respetar las reglas democráticas, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner y sus partidarios se mofan de ellas. Dan a entender que, merced a su condición de revolucionarios resueltos a cambiar las estructuras del país para que se aproximen a las previstas por “el relato”, tienen derecho a apropiarse de los recursos del Estado y emplearlos para beneficiar a sus simpatizantes y perjudicar a sus adversarios, desvirtuar los organismos de control, presionar a los jueces para que cohonesten sus transgresiones y provocar puebladas a fin de intimidar a aquellos gobernadores provinciales e intendentes municipales que son reacios a obedecer sin chistar sus órdenes. Los kirchneristas no son los únicos que piensan así, ya que muchas facciones pequeñas de la izquierda trotskista comparten su desprecio por la legalidad “burguesa”, pero hay una diferencia enorme entre tales grupúsculos, que en otros países democráticos no plantean un peligro auténtico al sistema, y el kirchnerismo, que no sólo se ha propuesto monopolizar el poder, yendo “por todo”, sino que ya posee bastante para aspirar a alcanzar su objetivo totalitario. Habrá excepciones, pero los comprometidos con la democracia anteponen la defensa del sistema así supuesto a sus propias ambiciones políticas. Por lo demás, dan por descontado que el electorado los castigaría si se les ocurriera asumir una postura autoritaria. En cambio, los kirchneristas no se preocupan por la eventual reacción del electorado frente a sus atropellos constantes. Al contrario, luego de casi diez años en el poder, tienen motivos de sobra para confiar en que una parte sustancial del electorado seguirá pasando por alto actitudes y formas de actuar que en sociedades más quisquillosas serían repudiadas por una mayoría abrumadora. Saben que pueden cometer errores grotescos, como los que posibilitaron el motín salarial de los gendarmes, la incautación de la fragata “Libertad” por un juez ghanés a pedido de un fondo “buitre”, una serie de debacles financieras provinciales y así largamente por el estilo, sin que tales deslices tengan un impacto muy grande en su imagen, porque hay millones de personas que a pesar de todo parecen resueltas a continuar respaldando al oficialismo. De agravarse mucho más la crisis económica, la lealtad de este electorado cautivo podría transformarse en hostilidad, pero hasta ahora ello no ha sucedido. La experiencia nos ha enseñado que no es tan fácil romper los lazos emotivos que se forjan entre un caudillo populista como Juan Domingo Perón, Carlos Menem y, últimamente, Cristina, por un lado y, por el otro, los sectores más pobres del conurbano bonaerense y las provincias más atrasadas de cultura feudal. Una vez más, pues, el país es el escenario de una lucha política entre quienes quieren acatar las reglas propias de la democracia republicana o por lo menos sienten que es de su interés hacerlo y autoritarios que, sin equivocarse, suponen que su voluntad de violarlas contará con la aprobación de sectores relativamente amplios que la tomarán por evidencia de sinceridad. Es como si aquéllos jugaran al fútbol y éstos, a una versión apenas reglamentada del rugby. De ser la Argentina un país de cultura política tan democrática como la de Europa occidental, América del Norte y Oceanía, los kirchneristas ya se hubieran visto expulsados del torneo porque los electorados no están acostumbrados a tolerar las infracciones repetidas, pero aquí la cultura caudillista y populista ha echado raíces tan hondas que solamente una minoría soñaría con oponerse a un gobierno por algo que, a juicio de la mayoría, es meramente anecdótico. En circunstancias determinadas, una parte de dicha mayoría podría brindar la impresión de sentirse sumamente preocupada por la corrupción o por la violación de los derechos ajenos de un gobierno que antes había apoyado, como hizo al darse cuenta de la magnitud del fracaso de la dictadura militar más reciente, pero de haber logrado aquel régimen manejar la economía con tanto éxito como su equivalente chileno, el grueso de la ciudadanía se hubiera resistido a condenarlo por los crímenes de lesa humanidad que había perpetrado.
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