La apuesta del gobierno
No se equivocan los dirigentes de la UCR cuando dicen que el “grupo gobernante y sus socios en la sociedad civil” están resueltos a “apropiarse de todo el poder del Estado”. Los kirchneristas se han movilizado para tomar la Justicia por asalto sin preocuparse en absoluto por las protestas airadas de quienes no comulgan con su credo particular porque temen que, a menos que actúen así mientras puedan, compartirían el destino de los menemistas que, luego de disfrutar de una década de virtual impunidad, fueron abandonados a su suerte por quienes los habían respaldado. Según las encuestas de opinión, desde las elecciones de octubre del 2011 la popularidad de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner ha bajado mucho, pero lejos de intentar recuperar el terreno perdido adoptando una postura conciliatoria, como suelen hacer políticos en otras latitudes que se encuentran en una situación parecida, los kirchneristas han decidido huir hacia adelante, aprovechando el poder que ya han conseguido, con la esperanza de que la mayoría los premie por su audacia, contrastándola con la presunta pusilanimidad de una oposición impotente. Es una apuesta arriesgada, pero parecería que Cristina y los militantes incondicionales que la apoyan confían en que por ser la Argentina un país de tradiciones caudillistas y clientelistas, buena parte de la población llegará a la conclusión de que sería mejor resignarse a un sistema político autoritario en que un solo partido, dominado por una persona determinada, ella, gobierne a su antojo, ahorrándole los problemas molestos que se suponen son propios de un sistema pluralista. Por desgracia, tal planteo podría considerarse brutalmente realista. Después de todo, en diversas ocasiones en el pasado una proporción sustancial de la ciudadanía ha reaccionado ante el fracaso evidente de un modelo populista invitando a las Fuerzas Armadas a asumir el poder por creer que, además de garantizar la gobernabilidad, los militares estarían en condiciones de administrar el país con eficacia porque no se sentirían obligados a respetar las engorrosas normas democráticas. Si bien los problemas gravísimos que se han multiplicado últimamente –entre ellos, los supuestos por la inseguridad, la inflación desbocada, el inicio de una recesión que amenaza con ser a un tiempo larga y dolorosa, la sangría de capitales, una crisis energética y el éxodo apurado de inversores extranjeros, en especial los brasileños– se deben a las deficiencias patentes de la gestión de Cristina, los voceros kirchneristas los atribuyen a la prédica de medios “hegemónicos”, a la hostilidad de los “oligarcas” rurales y, desde luego, a la resistencia de algunos jueces a cohonestar enseguida todas las iniciativas oficiales, dando a entender así que lo que necesita el país es un gobierno fuerte que pueda obrar con mayor contundencia. Dicho de otro modo, quieren hacer pensar que, para gobernar como es debido, Cristina necesitaría mucha más libertad. Como no pudo ser de otra manera, la voluntad oficial de ir por todo con el propósito, apenas disimulado, de instalar una especie de dictadura plebiscitaria, ha sembrado alarma en las filas opositoras. Aunque a los líderes de las distintas agrupaciones todavía les cuesta superar las diferencias que tanto han beneficiado al kirchnerismo, radicales, peronistas disidentes, macristas y otros parecen comprender que para defender lo que todos dicen tener en común, o sea, la adhesión a las instituciones democráticas, les convendría dejar para otro momento los conflictos ideológicos que están acostumbrados a privilegiar para formar un equivalente político de la Mesa de Enlace rural en que colaboren los representantes de sectores históricamente incompatibles. Asimismo, parecería que se han convencido de que sería inútil limitarse a procurar frenar a los kirchneristas en el Congreso y que por lo tanto no les queda más opción que la de participar de movilizaciones callejeras como los cacerolazos. Que hayan llegado a este extremo es de por sí preocupante, ya que el próximo paso consistiría en impulsar la desobediencia civil, organizar paros sindicales masivos y otras medidas de fuerza propias de una oposición extraparlamentaria, tratando al gobierno de Cristina como si lo creyeran el heredero del régimen militar a pesar de su incuestionable legitimidad de origen.
No se equivocan los dirigentes de la UCR cuando dicen que el “grupo gobernante y sus socios en la sociedad civil” están resueltos a “apropiarse de todo el poder del Estado”. Los kirchneristas se han movilizado para tomar la Justicia por asalto sin preocuparse en absoluto por las protestas airadas de quienes no comulgan con su credo particular porque temen que, a menos que actúen así mientras puedan, compartirían el destino de los menemistas que, luego de disfrutar de una década de virtual impunidad, fueron abandonados a su suerte por quienes los habían respaldado. Según las encuestas de opinión, desde las elecciones de octubre del 2011 la popularidad de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner ha bajado mucho, pero lejos de intentar recuperar el terreno perdido adoptando una postura conciliatoria, como suelen hacer políticos en otras latitudes que se encuentran en una situación parecida, los kirchneristas han decidido huir hacia adelante, aprovechando el poder que ya han conseguido, con la esperanza de que la mayoría los premie por su audacia, contrastándola con la presunta pusilanimidad de una oposición impotente. Es una apuesta arriesgada, pero parecería que Cristina y los militantes incondicionales que la apoyan confían en que por ser la Argentina un país de tradiciones caudillistas y clientelistas, buena parte de la población llegará a la conclusión de que sería mejor resignarse a un sistema político autoritario en que un solo partido, dominado por una persona determinada, ella, gobierne a su antojo, ahorrándole los problemas molestos que se suponen son propios de un sistema pluralista. Por desgracia, tal planteo podría considerarse brutalmente realista. Después de todo, en diversas ocasiones en el pasado una proporción sustancial de la ciudadanía ha reaccionado ante el fracaso evidente de un modelo populista invitando a las Fuerzas Armadas a asumir el poder por creer que, además de garantizar la gobernabilidad, los militares estarían en condiciones de administrar el país con eficacia porque no se sentirían obligados a respetar las engorrosas normas democráticas. Si bien los problemas gravísimos que se han multiplicado últimamente –entre ellos, los supuestos por la inseguridad, la inflación desbocada, el inicio de una recesión que amenaza con ser a un tiempo larga y dolorosa, la sangría de capitales, una crisis energética y el éxodo apurado de inversores extranjeros, en especial los brasileños– se deben a las deficiencias patentes de la gestión de Cristina, los voceros kirchneristas los atribuyen a la prédica de medios “hegemónicos”, a la hostilidad de los “oligarcas” rurales y, desde luego, a la resistencia de algunos jueces a cohonestar enseguida todas las iniciativas oficiales, dando a entender así que lo que necesita el país es un gobierno fuerte que pueda obrar con mayor contundencia. Dicho de otro modo, quieren hacer pensar que, para gobernar como es debido, Cristina necesitaría mucha más libertad. Como no pudo ser de otra manera, la voluntad oficial de ir por todo con el propósito, apenas disimulado, de instalar una especie de dictadura plebiscitaria, ha sembrado alarma en las filas opositoras. Aunque a los líderes de las distintas agrupaciones todavía les cuesta superar las diferencias que tanto han beneficiado al kirchnerismo, radicales, peronistas disidentes, macristas y otros parecen comprender que para defender lo que todos dicen tener en común, o sea, la adhesión a las instituciones democráticas, les convendría dejar para otro momento los conflictos ideológicos que están acostumbrados a privilegiar para formar un equivalente político de la Mesa de Enlace rural en que colaboren los representantes de sectores históricamente incompatibles. Asimismo, parecería que se han convencido de que sería inútil limitarse a procurar frenar a los kirchneristas en el Congreso y que por lo tanto no les queda más opción que la de participar de movilizaciones callejeras como los cacerolazos. Que hayan llegado a este extremo es de por sí preocupante, ya que el próximo paso consistiría en impulsar la desobediencia civil, organizar paros sindicales masivos y otras medidas de fuerza propias de una oposición extraparlamentaria, tratando al gobierno de Cristina como si lo creyeran el heredero del régimen militar a pesar de su incuestionable legitimidad de origen.
Registrate gratis
Disfrutá de nuestros contenidos y entretenimiento
Suscribite por $750 ¿Ya estás suscripto? Ingresá ahora
Comentarios