En primera persona: cómo vive un docente la «escuela virtual»

Sin ningún edulcorante, una docente y su compañero cuentan en primera persona cómo se vive la cuarentena cuando el hogar es el aula. Exigencias, frustraciones y realidades de la educación a distancia.

Belén Hernández
Ariel D. Adler

La lluvia golpea como pelotitas de tenis en la chapa. Extraño las tormentas de Buenos Aires. Miro el celular. La alarma debería sonar en una hora. No me puedo dormir. Me da miedo el posible corte de luz. Las mañanas ya no son tan claras como al comienzo del otoño. Cargo la pava con agua, abro una ventana y el frío helado que entra me obliga a cerrarla. El pasto todavía tiene esquirlas de escarcha. Subo la estufa y busco un sweater. La netbook que me entregaron cuando estudiaba en el profesorado en Buenos Aires, es un mueble más de la decoración mínima de la casa. Las paredes son fínisimas, parecen de cartón y de la obra de enfrente se escucha la repetida cumbia mañanera. En la pantalla de la netbook aparece el mismo cartel azul con letras blancas. Otra vez. Ya son cinco las veces que tengo que sacarle la batería y volver a ponerla para intentar encenderla. En el grupo de whatsapp de profesores todos hablan de los virus que metió Zoom, de que se apagan las computadoras y los celulares.

Suena el teléfono. Abro los mensajes. La directora me pregunta si estoy ahí. Le digo que sí. Quemé la yerba en el primer mate. Pucha. Ya es la hora y no tengo tiempo para cambiarla. Leo: por favor saludá a Fermín que cumple años y nos pidió su mamá. Me siento. La netbook se demora. Le respondo quedate tranquila y de paso le aviso de la situación. Tranqui, me dice, como si pudiera estar tranquila con la presión que metieron desde el primer día: que estemos listos para las clases, que son tres horas por día, no es mucho, que prestemos atención a lo que piden los chicos, que activemos la cámara, que los dejemos hablar, que subamos la tarea todos los días, que seamos flexibles -este concepto lo habrán leído en algún libro de autoayuda o en algún artículo de un diario porque les encanta usarlo.

Escucho el inicio de Windows. Intento calmarme. Abro los documentos del día -si los abro en clase se tilda la máquina y otra vez volver a empezar.

Los chicos entran a la “sala”. Se abren ventanas cada vez más chicas con sus caras y la de sus padres -dicen que necesitan ayudarlos, solos no pueden. Aparece el cumpleañero con la madre atrás y un alfajor penetrado por una velita. Abre la caja de fósforos como si ya supiera lo que se viene y la enciende. Feliz cumpleaños, Fermín. ¿Cómo la estás pasando? Encerrado y sin regalos, me dice. La madre pone cara de asco y le palmea la espalda. Hace una seña a cámara y casi por inercia comenzamos a cantarle el feliz cumpleaños. Él sonríe. Lo interrumpe Nati, pregunta qué libro vamos a usar hoy. El de ciencias naturales, le digo. Profe, esperá que se lo pido a mí mamá, dicen al unísono unos diez chicos. Abren los libros, comparto pantalla, la clase transcurre, el audio se corta. Profe, no te escucho bien.

Repito la consigna.

Profe, se congeló la pantalla. Espero que vuelva la conexión. Martín no escuchó.

Repito la consigna.

Veo que se abre una nueva ventana. Es Nicolás. No le andaba internet y llegó tarde como ayer, anteayer y hace tres días. Profe, ¿qué están haciendo que recién llegué?

Repito la consigna.

La directora me manda un audio, dice que Félix está muy atrasado y le cuesta mucho seguir las clases. Los papás pidieron que le dieras clases particulares fuera de tu horario ¿estás disponible? Respondo que Félix no se conecta a las clases y cuando lo hace se va antes. Me enojo, los auriculares no ayudan y subo el tono.


La alarma no suena. Me fastidio. Otra vez mediodía. Todas las mañanas son lo mismo. Me despiertan los gritos. Me quejo. No sirve. Dice que los auriculares no ayudan. ¿Preferís los parlantes? Claro que no, respondo. Pruebo un mate. La yerba flota, está helado. Pongo a calentar el agua. Mi computadora no está donde la dejé. Le preguntó si la usó. Es que la mía no anda, dice como si no supiera. Desde que la usa funciona más lento. No entiende. Me resigno. Le dejo el termo, el mate y me voy a la habitación. Intento leer. Imposible. Las paredes parecen huecas cuando da clase. Salgo y le hago señas. Pone los ojos en blanco, se muerde los labios y levanta los hombros. Se queja.


Jazmín lee la página veintitrés del libro. La mamá se apoya sobre la silla y habla por teléfono. ¿Viste el celular que me quería comprar? Pausa. Bueno, en Estados Unidos está dieciocho mil pesos. ¿Sabés cuánto está acá? Pausa. ¡Treinta mil! Es una locura cómo suben los precios en este país. Algunos chicos se ríen y otros piden que Jazmín lea de nuevo. ¡Faa, es carísimo ese celular!, dice Ezequiel. Seguimos con la clase. Quedan veinte minutos y todavía no llegamos a leer los tres párrafos que tiene la página. Suena el celular. No lo miro. El mate está lleno. Chupo y está frío.

Les inhabilito la función para que no lo puedan hacer por su cuenta. Qué bueno sería tener un botón como ese en el aula. Se los digo y se ríen. Antes de finalizar la “reunión”, habilito el chat y estallan los mensajes: chauuuu, asta la prosima, nos bemos, te keremos profe, te bamos a estraniar y un estruendo de olla se escucha desde mi cocina.


Me pongo a lavar. Otra cosa no queda. Se me cae una olla. Miro hacia la mesa. Se queja y no para de quejarse. Ya me tiene harto. Se corre los auriculares de las orejas y hacés ruido, me dice, moviendo la boca para que no la escuchen en el “aula”. Se me inflan los cachetes, me muerdo los labios. Una puteada al aire que ni escucha. Tiro los cubiertos en la bacha. Un poco más de ruido no le hace mal a nadie, pienso. Los dejo sucios. Que los lave ella. Veo que agranda los ojos. Voy a la habitación. El celular no prende. Desde que empezó la cuarentena empezó a fallarme y no pienso comprarme uno nuevo (aunque quisiera no se puede). Me levanto y abro la puerta. En puntas de pie paso por detrás de ella. Salgo al jardín. Riego las plantas. Pensaba sentarme en la reposera a leer pero entre la musiquita que ponen los de la obra, los martillazos que asustan de golpe y el frío, decido volver. Entro. Levanta los brazos y se queja. Parece que aparecí en la pantalla y los alumnos, desde sus casas, me vieron pasar. Me río aunque pienso que habría sido mejor si al menos me hubiera puesto un pantalón. Me tiro en la cama y espero.


Empieza la otra clase, les doy una actividad donde tienen que recorrer la casa durante dos minutos. Hay que convocarlos, dijeron los directivos en la reunión virtual que tuvimos hasta las nueve de la noche. Tenemos que lograr clases lúdicas y divertidas. Pienso en un juego, lo planifico. Me responden que trate no invadir mucho a las familias. Planifico otro. Buscan objetos.

Camila se une a la clase. Está en un auto. Saluda entusiasmada y con una sonrisa. Le pregunto si está viajando. Niega con la cabeza. Se levantó a las cinco para recorrer los catorce kilómetros que separan su casa de la ruta en donde está la antena de wifi. Hace frío y hay escarcha, sobre todo en el ripio. Me dice que no le importa. Le gusta ver cómo cambian de color los árboles en esta época. Cada vez están más rojos. El lago parece una pileta. Está más quieto que nunca.

Helena me escribe por privado al chat. Está triste porque la próxima semana le toca con la mamá. La noto preocupada. Ya vi esa mirada otras veces. Recuerdo cuando la encontré llorando en el recreo porque se habían peleado. Me pidió que no le contara a nadie. Qué lindo es abrazarte palito, me dijo haciendo referencia a mi delgadez. Nos reímos.

Vuelven, jugamos y contamos los puntos. Los anotamos en una pantalla compartida.

Es el turno de Francisco. No responde. Se le habrá ido la conexión. Le doy la palabra a Felipe que tiene la mano levantada hace diez minutos y prendió el micrófono tres veces. Yo, yo, yo, lo escucho gritar.

Vuelvo a Francisco, no responde. Busco en las ventanas para ver si está. Su pantalla aparece en negro. Apagó la cámara. Lo llamo una vez más. ¡Fran, te están hablando!, se escucha a la mamá. Ahí voy, responde. Prende la cámara y habla mientras come una torta frita.


Suena la alarma, remolonea hasta que suena por tercera vez, dale, le digo, se despierta, mira la hora en el celular, se sienta, abre la netbook, suena la musiquita de Windows. ¿A esta hora?, le pregunto. Tengo reunión, me dice. Ah, claro, reunión. Resulta que a la escuela se le ocurrió poner un horario amable con su equipo docente, sobre todo para la gente con la cual comparten la casa. Se los cita a las siete, cosa que alrededor de las nueve, nueve y media terminen. Genial, digo en voz alta. Hola equipo, ¿cómo están?, se escucha por los parlantes. Se olvidó los auriculares. Los busco. Murmura que no los necesita. Le aprietan las orejas todo el día. Ahora no, dice. Debo intentar no hacer ruido en la habitación. Me pego una ducha. Espío por la puerta con el toallón anudado a la cintura (esta vez no quiero pasar vergüenza) y muchas gracias equipo por la flexibilidad y el compromiso, ahora queríamos hablar de…, escucho y cierro la puerta. Me acuerdo de una canción, quiero escucharla. Ah, no, está en reunión. Agarro unas cebollas. Las pico. Se me nubla la vista. Ya son las nueve, dice el celular.


Marcos dice que está cansado. Quiere quedarse en clase porque se aburre en su casa. Indago si alguien más se siente así. Si quieren comentar qué les pasa. Al principio pensé que eran vacaciones, me dice Nahuel, pero me di cuenta que es peor que estar en la escuela. Me levanto muy temprano y estoy todo el día con la Tablet esperando las clases, dice Mía. Les habilito los micrófonos. Me preguntan cómo estoy yo y si me siento sola. Irrumpe en la clase la directora. Bueno seño, chicos, ya está. Vamos terminando. No le gustó que hablara de cómo se sienten, pienso.

Siento un pitido en el oído. Me corro los auriculares. Me cuesta entender lo que dicen. Los acomodo otra vez. Me vuelve a sonar y los dejo de un solo lado. La computadora se traba, se congela el Zoom. Se me apaga. Le aviso a la directora. Me contesta rápido y mal. No le digo nada. Me manda un audio pidiéndome perdón por su respuesta. Su hija estaba enferma y tenía mucho trabajo por hacer. No pasa nada, le digo. Aprovecho para avisarle que me estoy quedando sin datos. Me pide que llame a la empresa y compre un pack de datos. Quedate tranquila, el colegio te lo paga. Como si buscara entenderme.

Llamo. Me atiende una máquina. Quedate en casa, me dice, como si pudiera hacer otra cosa. Me da opciones, aprieto cuatro, uno y cinco. Me atienden. Me enumeran las posibilidades que tengo con mi plan, no me alcanza, ¿hay otra opción? Pregunto.

Se corta.

Vuelvo a llamar. Cuando por fin me atienden.

Se corta.

Intento una vez más. Me pasan con un sector especial para ver qué podemos hacer con mi situación.

Se corta.

Me pongo nerviosa. Me quedan dos gigas y necesito tres para la clase. Mando un mensaje al grupo de mi familia, que está en Buenos Aires. Me comparten datos. Se preocupan. Mi mamá me llama. No puedo, estoy trabajando, le escribo. No pasa nada, son para el trabajo, ma. La tranquilizo.

Vibra el celular. Mensaje de la directora. Otra vez nueve de la noche. Profe, no me llegaron los trabajos de hoy ¿Te podés fijar? Tienen que salir hoy, es nuestro compromiso con los padres. Dejo la comida en el horno, abro la computadora. Pucha, me olvidé de hacerlos. Los armo con el formato que pidieron al principio. Me olvido que ese formato era el de dos semanas atrás. Vuelvo a hacerlos con el nuevo formato que enviaron por mail. Guardo el archivo. ¡Se me quemaron las verduras! Me quejo, protesto. Mi compañero permanece callado. Siento que murmura algo pero no lo escucho.


“Una persona por auto”, anunció el intendente. Un día para los documentos pares, otro para los impares, dice el hombre por la radio. Hoy te toca, me dice con los auriculares puestos. Le devuelvo una sonrisa irónica. Debo ir yo, como siempre. A unos diez kilómetros me espera el primer almacén. Me pongo un pañuelo para taparme la boca. Me pica todo. Intento no rascarme. Imposible. Unas veinte personas en la fila. Espero, me rasco con el codo, con los nudillos. Ya perdí, corona, digo para adentro. El pañuelo se afloja, lo levantó. Guardo todo en el auto y miro la hora. Tres horas y media de soledad comprando. Hubiera entregado el trabajo o terminado la novela, pienso. O no, quizás tenía reunión. Quisiera ir a la playa, tocar el agua. La policía te saca y te multa, me dijo una amiga. Los álamos están amarillos, los ciruelos rojos, el agua planchada. Abro el portoncito de madera, se me clavan espinas de las rosas del vecino. Puteo (nadie me escucha). Entro. Está usando mi computadora. La suya no arranca, me dice.


Una mamá grita. Me tienen podrida. Este colegio de mierda nos va a terminar estresando a todos. La puta madre, dejen de mandar tarea. Le cuento a la directora al terminar. Ya pasó media hora desde que terminé las clases y todavía tengo que mandar los trabajos y la tarea detallada. Me llaman de la administración de la escuela para ver cómo puedo hacer para mejorar mi conexión a internet porque algunos padres están diciendo que te escuchan cortado, me comenta. No tengo forma, le digo. Uso los datos de mi celular y es la única manera para acceder todos los días a las clases. No hay ninguna empresa en Bariloche que me provea internet y la que hay sale muy cara la instalación de la antena ¡Está en dólares! Bueno, me dice, ¿no te alcanza con el ítem de material didáctico que pagamos todos los meses para instalarla? Porque esto lo tenemos que mejorar.

Hoy es el día en el que me toca ir a comprar por mi número de DNI. Pucha. Se me hizo tarde y mi compañero me debe estar esperando afuera. Todo cierra a las seis. Escucho una puteada. Es él que acaba de apagar el motor del auto. Llega con las bolsas vacías en los brazos y ¡me estaba cagando de frío!, protesta. Entra. Pega un portazo.


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