La forma sexual de la violencia

por Oscar Benitez (*), especial para "Río Negro".

El manejo técnico de las ideas resulta un arma de doble filo cuando se trata de comprender llanamente un fenómeno común como el abuso sexual.

Los lenguajes técnicos pertenecen a distintas disciplinas que estudian los constructos de los fenómenos y dan cuenta de ello desde un particular punto de vista.

Al hablar llanamente de un fenómeno, la contaminación y/o entrecruzamiento de los discursos técnicos reclaman siempre una explicación accesoria que connote los límites de los recortes disciplinarios, porque ellos constituyen siempre enfoques parciales.

Los comportamientos de las personas en la sociedad interesan a varias disciplinas, ninguna de las cuales puede atribuirse la exclusividad a la hora de explicar o comprender un fenómeno común.

De otro modo, al otorgar la exclusividad para el tratamiento de las acciones a una disciplina particular a la hora de explicar, se segregarán muchas consideraciones -válidas para comprender de la mejor manera posible, cada manifestación-.

Cuando las acciones son dañosas para las personas existe la tendencia popular de explicarlas con la adopción de términos y conceptos judicializados, sin considerar las restricciones que ello implica a la hora de comprender un proceso. Se reducen las dinámicas a hechos y se encapsulan en conceptos restrictivos los comportamientos que tienen como origen y destino distinta naturaleza. Términos como «discriminación», «violencia», «poder», «abuso», etc. son, para el uso jurídico, específicamente acotados, en tanto que lingüísticamente remiten a distintas acepciones (son conceptos polisémicos), y para otras disciplinas podrían poseer diversa significación.

Para hablar de «abuso sexual», las consideraciones apuntadas resultan ineludibles, porque aquellas acciones forman parte de un proceso que no pueden abarcarse en el marco de una sola disciplina, y mucho menos de una sola teoría.

Sólo con amplitud de criterio podrá comprenderse la fatal cadena de implicaciones que originada en la violencia concluye en el abuso sexual. Esta cadena expresada como secuencia se define de esta manera: «La peor violencia es el abuso, el peor abuso es el abuso de poder, el peor abuso de poder es el abuso sexual».

La violencia es una forma de actuar. Existen formas de violencia que no son necesariamente agresivas, lesivas o perjudiciales. Los actos impulsivos son por naturaleza violentos y sin embargo a veces constituyen lo mejor de nuestras acciones, (como en los rescates, en la emergencia y en la defensa). También existen formas de violencia que no se expresan de manera impetuosa, ni aun físicamente. Hay formas de violencia psicológicas, sutiles, mediáticas y muchas más. Pero cuando expresa una intención de abuso, es lesiva y daña.

Hablamos de «abuso» como una actitud o disposición al mal uso, al uso caracterizado por el exceso, la demasía, lo indebido. En la vida cotidiana es posible abusar de casi cualquier cosa, con las consecuentes hipertrofias que resultan de ello. Se puede abusar de una droga, pero también se puede abusar de la comida, o de la confianza, o de la palabra, etc.

El abuso es una actitud personal, elaborada sobre pautas de aprendizajes, improntas culturales y determinantes sociales equívocos. Es una predisposición egosintónica que, emergiendo de un sujeto, tiende a satisfacer excesivas demandas del mismo sin lograrlo nunca.

Las demandas no resultan nunca satisfechas porque derivan de necesidades personales muy distintas que las que el sujeto cree o admite.

Si bien todas las formas abusivas son lesivas, el grado de compromiso social, se ve incrementado cuando el daño que produce su práctica involucra a otro u otros. Pero incluir a alguien en intenciones y/o acciones personales deriva de la posesión de una condición: el poder. Al margen de los «contratos sociales», el empoderamiento, la investidura, la representación y la asunción, que sociológicamente implica «el poder» a escala del individuo, poder que siempre será que «lo otro», «el otro», «los otros», se comporten o hagan lo que el sujeto quiere, sea cual sea la técnica o estrategia que haya usado para lograrlo.

El poder en sí mismo carece de significado moral, no es ni bueno ni malo, es una condición determinante del obrar. Sin embargo, es pasible de mal uso, o uso indebido, es decir, es pasible de abuso. El abuso de poder es la peor forma de abuso, porque es la de mayor riesgo o compromiso social.

Al estudiar los casos de abuso sexual como un proceso, con una historia, con actores y con consecuencias, nos damos cuenta de que estas acciones tienen poco de sexual y mucho de abuso, de abuso de poder.

Por lo general, la gran mayoría de las personas que cometen abusos sexuales, son comunes, de cualquier profesión y de cualquier clase social, hombres que viven ajustados a las normas, padres de familia, compañeros fieles, que tiene una vida sexual normal, y no presentan ninguna enfermedad, ni psíquica, ni física. Estos hombres, que no actúan por una necesidad sexual, en los que el objetivo principal de su acción abusiva no es el rescate de placer, ni la descarga libidinal. Poseen no obstante un factor común que los determina: el abuso de poder.

En el abuso sexual, el que «tiene el poder», abusa de su «superioridad» para infligir violencia sexual al que «no tiene poder». El abuso sexual no es una forma violenta de sexualidad, sino una forma sexual de violencia.

En la mayoría de los abusos sexuales el determinante del abusador es una crisis de poder, que puede ser transitoria o definitiva, pero que connota un sentimiento de debilidad e impotencia, sobrecompensado por el abuso de poder sobre alguien con menor capacidad defensiva.

Las personas que necesitan abusar del poder son impotentes y débiles, cuando las circunstancias externas le son favorables, logran sobrecompensar sus sentimientos de inferioridad sin alcanzar nunca satisfacción con ello.

 

(*) Psicólogo forense


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