La guerra retórica contra la pobreza

Como muchos otros, Mauricio Macri creía que sería relativamente fácil bajar la inflación y, con la economía estabilizada, ir acercándose a la “pobreza cero” que, decía, era su objetivo principal. Puesto que atribuía tanto la inflación como la miseria resultante a los errores cometidos por una larguísima serie de gobiernos populistas o débiles, suponía que una buena gestión y un “tsunami” de inversiones aportadas por empresarios mayormente extranjeros seducidos por la posibilidades brindadas por la Argentina le permitirían poner fin a más de medio siglo de decadencia.

Fracasó y no hay motivos para prever que la situación mejore mucho en los meses próximos. Puede que con lo del “déficit cero” logre frenar un poco la inflación antes de las elecciones de octubre, pero lo haría a costa de un aumento de la pobreza que, luego de reducirse en la fase inicial de su gestión, aumentó nuevamente al devaluarse abruptamente el peso y entrar la economía en una recesión dolorosa.

De todo modos, aun cuando, para sorpresa de los pesimistas, el gobierno macrista consiguiera ubicar la economía en una senda de crecimiento balanceado, pronto descubriría que para eliminar la pobreza extrema no bastaría con llenar las arcas públicas de dinero.

Si bien hasta nuevo aviso no habrá alternativas aceptables al asistencialismo, la experiencia tanto nacional como internacional enseña que los subsidios tienden a perpetuar un problema que es en cierta medida cultural.

Una sociedad en la que cada año los sindicatos docentes privan a millones de chicos de la escuela pública de muchos días de clase no libra una guerra contra la pobreza sino que pacta con ella.

Hace más de cincuenta años, el entonces presidente de Estados Unidos, L. B. Johnson, declaró “una guerra incondicional a la pobreza” y puso en marcha un programa ambicioso de ayudas sociales de todo tipo. Aunque la ofensiva produjo muchos beneficios para los sectores más carenciados, se estima que por lo menos cuarenta millones de norteamericanos todavía viven por debajo del umbral de pobreza.

¿A qué se debe la incapacidad evidente del país más rico del planeta para asegurar que todos sus habitantes disfruten de un estándar de vida digno? Como sucede en todas partes, algunos culpan a los “ricos” o al “capitalismo”, mientras que otros, cuya opinión sigue siendo mayoritaria, señalan que, por distintos motivos, muchos pobres son incapaces de desempeñarse en una economía moderna y se nieguen a esforzarse. Se trata de los equivalentes norteamericanos de nuestros “ni-ni”, aquellos jóvenes que ni estudian ni trabajan; según parece, hay al menos 750.000. Incorporarlos a la Argentina productiva no será del todo fácil.

Para hacerlo, Macri quiere que se multipliquen “empleos de calidad” que sirvan para tentarlos a probar suerte en el mundo del trabajo, pero sin educación pocos estarían en condiciones de desempeñarlos.

Para colmo, hoy en día el mercado laboral propende a hacerse cada vez más exigente. Muchos que poseen aptitudes que durante años les permitían ganar salarios adecuados se ven marginados a causa del progreso tecnológico o porque las empresas prefieren operar con una plantilla de personal mínima.

Los preocupados por los cambios que ya se han concretado o que, prevén, llegarán muy pronto, suelen coincidir en que todos tendríamos que prepararnos para enfrentarlos, pero en la Argentina actual es fantasioso soñar con la revolución educativa que tienen en mente.

Una sociedad en que todos los años los sindicatos docentes privan a millones de chicos que dependen de la escuela pública de muchos días de clase no está librando una guerra contra la pobreza sino que ha optado por pactar con ella, limitándose a aplicar medidas de contención social.

Pues bien, conforme a las estadísticas que se han difundido, en el transcurso de los últimos 40 años, China sí ha sacado de la pobreza extrema a más de 700 millones de personas. Lo hizo luego de abandonar del dogmatismo marxista de los días de Mao y adoptar políticas económicas liberales que facilitaron la expansión, pero a diferencia de la mayoría de los países los gobernantes chinos cuentan con una ventaja clave que comparten con sus homólogos del Japón y Corea del Sur: una cultura popular “confuciana” que privilegia el esfuerzo personal y hace de la educación un culto casi religioso.

Por fortuna, la Argentina posee muchas ventajas naturales -un campo muy productivo, Vaca Muerta y así por el estilo- que, en teoría por lo menos, deberían ayudarla a superar el bajón actual. Con todo, a menos que adquiera algo del espíritu “confuciano” que tanto ha contribuido al enriquecimiento de Asia oriental, continuará retrocediendo y depauperándose hasta que, después de un par de “crisis terminales” más, los indigentes constituyan la mayoría y la posibilidad de recuperar el terreno perdido sea nula.


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