La hipocresía
Editorial
La imagen de un exfuncionario todopoderoso arrojando millones de dólares por la medianera de un convento no es sólo una versión inusitada de Macondo. Es el punto culminante de un proceso de degradación institucional y político que parte de la sociedad argentina toleró –y acompañó con entusiasmo en muchos casos– a pesar de que las señales de descomposición estaban a la vista.
Porque que un gobierno se dedique a perseguir por las calles a los hijos adoptivos de la dueña de un poderoso medio de comunicación, haciéndole tomar ADN de una bombacha a la hija mayor parece una historia robada de un culebrón mexicano. Pero no lo fue.
Que la titular de una ONG que enfrentó a una dictadura que lanzaba gente al mar termine involucrada en un fabuloso proceso de corrupción, encabezado por un joven que asesinó a sus padres al que ella le dio cobijo, tiene, más allá de sus ribetes freudianos, todos los ingredientes de una obra de realismo mágico. Pero fue real.
Que el ministro de Economía de un país quiera alzarse con la máquina de hacer billetes por medio de un testaferro a quien denuncia su exmujer despechada es otra obra digna de la ficción más alocada. Y que el ministro se dé encima el lujo de tirar jueces, fiscales y hasta al procurador de la Nación por la ventana le aporta los elementos de tragedia que definió Aristóteles cinco siglos antes de que naciera Cristo.
Pero no fue ficción, ni mucho menos magia, claro. Fue una realidad que, entre otras cosas, empobreció a millones de compatriotas, expulsó del sistema educativo a centenares de jóvenes, negó las calles de ciudadanos asesinados a cambio de un celular y hasta mató gente en absurdas tragedias ferroviarias.
Y lo peor: esta realidad ficcionada sigue su curso. Porque a las obscenidades del hijo de Lázaro Báez contando cinco millones de dólares entre vasos de whisky y habanos o la del extodopoderoso intentando esconder otros diez millones bajo los hábitos de tres monjitas se le suman jueces cuya imparcialidad se derrite como muñecos de cera ante el fuego de la evidencia. Y también de la flagrancia.
¿Cómo puede un juez de la Nación, aún bajo bendición papal, mantenerse inmutable cuando toda la sociedad fue testigo de que “planchó” la causa Báez durante dos años, mientras se veía por televisión cómo destruían pruebas y sacaban carretillas de documentos de la célebre Rosadita, esa cueva de impunidad de los corruptos?
¿Cómo puede otro juez de la nación ordenar allanamientos en los domicilios de José López y mostrarnos, también por TV, los detalles de la lujosa casa de este hombre en Tigre, cuando desde el 2008 tenía sobre su escritorio una denuncia en su contra por enriquecimiento ilícito? Ocho años pasaron desde entonces. La causa ya estaba por prescribir. Jamás ordenó una pesquisa contable sobre los bienes en los que López resguardaba dólares, euros, yenes e impunidad.
Y en medio de esta realidad ficcionada, una parte de la dirigencia política se da el lujo de repetir la película que todos vivimos con el fin del menemismo: durante diez años, empoderó a Carlos Menem. Hizo fila para besar sus anillos, mientras el riojano alisaba sus patillas y se paseaba en una Ferrari roja. Hasta que el dinero de la corrupción empezó a caérsele por la manga del saco y el menemismo quedó solo.
Ahora, el neologismo utilizado para salvarse del incendio es kirchnerismo. Por estas horas, la dirigencia indignada se rasga las vestiduras y pide explicaciones y víctimas propiciatorias. Se habla de depurar al peronismo. Gobernadores, exfuncionarios, intendentes, legisladores, periodistas y artistas que hacían fila para aplaudir a Cristina Kirchner en la Casa Rosada (fue ayer nomás. Hasta tenían nombre: los célebres aplaudidores) no saben qué adjetivo sumarle a la palabra corrupción. Y los aviones que viajaban llenos a Santa Cruz empezaron a vaciarse y a sumar butacas libres, como los que vuelan hoy a La Rioja.
Este nuevo Macondo de poder, impunidad y corrupción que volvió a escribirse en la Argentina, el que nos hace sentir más frágiles, más vulnerables, más burlados, recrea, además, una palabra que deberíamos tener muy en cuenta: hipocresía.
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