La industria naciente: 1929-1975
por CARLOS E. SOLIVEREZ (*)
Especial para «Río Negro»
El derrumbe de la Bolsa de Nueva York en 1929 inició una crisis internacional que, continuada por la Segunda Guerra Mundial, duró hasta fines de la década de 1950 y desnudó las drásticas limitaciones del modelo industrial argentino.
Nuestra incipiente industria dependía del exterior para obtener máquinas, repuestos e insumos tan básicos como metales, caucho, carbón y petróleo. Las divisas para pagarlos provenían de la exportación de unos pocos productos agropecuarios poco o nada elaborados cuyos precios tendían a la baja.
Los ferrocarriles y los barcos mercantes eran de empresas extranjeras que fijaban en su propio beneficio los fletes y disponibilidad de bodegas. Nuestros principales compradores fomentaron sus producciones y redujeron su importaciones: la Smoots-Hawley Tariff de (1930) derrumbó a 1/6 la compra de lanas argentinas por EE. UU. y el Pacto de Ottawa (1932) entre Gran Bretaña y su Comunidad de Naciones Asociadas amenazó con el cierre total del principal mercado de carnes argentinas. La Segunda Guerra aceleró la mejora de las tecnologías productivas de los países beligerantes y faltaron barcos mercantes. La consecuencia fue una gran disminución de las exportaciones agropecuarias que, sumada a los grandes déficits fiscales de la época, redujo los puestos de trabajo y el poder adquisitivo de los argentinos, poniendo a sus industrias al borde de la quiebra.
Los gobiernos oligárquicos de la década de 1930 pusieron en marcha un exitoso proceso de protección de las fuentes de trabajo agropecuarias, de desarrollo de la industria y de creación de la red carretera nacional. Las medidas fueron diseñadas y ejecutadas por un equipo de economistas dirigidos por Raúl Prebisch e inspirado en las ideas de John Maynard Keynes, autor económico del New Deal del Presidente estadounidense Franklin Delano Roosevelt.
Una red de organismos (sumaban 28 a fines de la década de 1940) controló la producción, comercialización, almacenamiento, transporte, créditos, divisas, permisos de exportación e importación de todos los productos de relevancia económica. Se eliminaron intermediarios, se construyeron elevadores de granos y depósitos portuarios, se fijaron precios sostén. Se bloqueó la importación de productos competidores con los nacionales, se promovió la actividad de industrias con efectos multiplicadores (como la construcción) y se favoreció el «compre nacional». Se nacionalizó el manejo de la moneda y su conversión con la creación del Banco Central (1935), se garantizó acceso al crédito y se restringió el envío de utilidades al exterior.
Con la justificación de mantener abierto el mercado británico, se firmó el acuerdo Roca-Runciman (1933) por el cual todo lo que se le vendía debía ser usado en compras o quedaba congelado; a lo que se sumó un «trato preferencial» para las inversiones británicas. A partir de la Ley Nacional de Vialidad (1932) se construyeron miles de kilómetros de caminos financiados por el impuest a las naftas, caminos que facilitaban el acceso a los ferrocarriles pero al mismo tiempo les quitaban el monopolio del transporte.
Las medidas de protección industrial se financiaron (como hoy) gracias a las exportaciones agropecuarias. El resultado fue el mantenimiento de la producción y los puestos de trabajo agropecuarios y un fuerte aumento de los industriales. En 1941, por primera vez en la historia argentina, el valor de la producción industrial superó a la agropecuaria. La industria alcanzó el mayor ritmo de su historia, en especial la textil, de fabricación de maquinarias eléctricas y la metalmecánica liviana. La industria siderúrgica hizo sus primeros balbuceos con la instalación de TAMET y la estatal Dirección Nacional de Fabricaciones Militares (1941).
Las paradójicas políticas económicas y tecnológicas de la década de 1930 –en 1931 se implantó el impuesto a las ganancias que los intereses agropecuarios y comerciales habían bloqueado poco antes al Presidente Hipólito Yrigoyen– eran parte de las estrategias nacionalistas y de autosuficiencia de las Fuerzas Armadas –que detentaban el poder real a pesar de ocasionales gobernantes civiles– políticas gestadas en la Escuela Superior Técnica del Ejército (1931) dirigida por el General Manuel Savio. Estas políticas perduraron a través de todas las turbulencias institucionales y sociales del período hasta el comienzo de su reversión en 1975.
El Presidente Juan Domingo Perón (1946-1955) –en un marco autoritario y de desembozado clientelismo– mantuvo en sus dos primeros gobiernos las políticas de transferencia de ingresos agropecuarios hacia la industria, centralizadas ahora en el Instituto Argentino de Promoción del Intercambio (1945). Hizo una gran redistribución del ingreso a favor de los más pobres y la clase media: de 1939 a 1949 el salario real aumentó más del 60%. Esto creó el mercado imprescindible para los productos de la industria argentina, cuya obsolescencia y alto precio les impedía competir en el exterior. Nacionalizó las empresas de bienes y servicios: las industrias alemanas confiscadas al final de la guerra (DINIE), ferrocarriles, teléfonos, usinas eléctricas, tranvías, gas, servicios de agua y cloacas… todo. En 1947,un Perón pagó 150 millones de libras por la nacionalización de ferrocarriles cuya acciones en la Bolsa de Londres valían menos de 60 millones y cuya concesión caducaba dos años después. La falta de actualización tecnológica y la ineficiente administración subsiguientes hicieron que alrededor de 1970 los ferrocarriles generasen 1/4 del déficit fiscal. Se creó la Comisión Nacional de Energía Atómica (1950) que durante el posterior programa de generación nuclear de electricidad desarrollaría y transferiría a la industria importantes saberes tecnológicos.
La Fábrica Militar de Aviones (1927) desarrolló toda la cadena de saberes necesarios para hacer aviones de reconocimiento, incluyendo la fabricación de motores a explosión livianos y robustos. Hizo además un prototipo operativo de avión a reacción, el Pulqui II, primero de su tipo en Centro y Sudamérica. Esta fábrica se convirtió luego (1952) en las Industrias Aeronáuticas y Mecánicas del Estado (IAME), madre de la industria automotriz argentina que fabricó los sedanes Institec y Graciela, el Rastrojero Willys y Diesel, el tractor Pampa y la motocicleta Puma.
La autodenominada Revolución Libertadora (1955-1958) proscribió al peronismo pero mantuvo su orientación industrialista. Creó las primeras instituciones perdurables de promoción de tecnologías: el Instituto de Tecnologías Agropecuarias (INTA, 1956) y el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas (CONICET). El INTA, el más eficaz de los organismos tecnológicos creados en el país, tuvo y tiene un papel central en la incorporación de tecnologías a las prácticas agropecuarias. El CONICET, en cambio, desalentó las aplicaciones de la investigación científica a la industria y su vinculación con el sistema educativo universitario. El Presidente Arturo Frondizi (1958-1962) comprendió que era imposible financiar el crecimiento industrial integral sólo con exportaciones agropecuarias. Sus políticas desarrollistas promocionaron la radicación de industrias pesadas y disminuyeron las asfixiantes compras de petróleo (casi 1/3 del valor de todas las importaciones) alcanzando el autoabastecimiento en 1962. Se instalaron unas 20 fábricas automotrices cuando el mercado daba para 2 o 3, pero aunque con tecnologías obsoletas dieron el 78% del crecimiento industrial 1958-1961.
Las leyes de promoción industrial sirvieron después para blanquear la evasión impositiva de ensambladeros de partes importadas, instalados en grandes galpones con llamativos letreros exteriores pero interiormente vacíos.
Durante la gestión de Frondizi, Argentina adhirió al Fondo Monetario Internacional, creado por inspiración de Keynes para prevenir crisis económicas como la de 1929, pero que luego devino en gestor de los acreedores imponiendo políticas que (señala el Premio Nobel Joseph Stieglitz) perjudicaron gravemente a los más pobres del planeta. El proyecto desarrollista declaraba la necesidad de integrar productivamente al país, pero en la práctica inició la implantación a su interior del esquema internacional de división del trabajo basado en las ventajas naturales y las grandes empresas multinacionales, políticas que culminaron durante la dictadura de Onganía (1966-1970).
Las grandes radicaciones se efectuaron en los preexistentes centros industriales de Buenos Aires, Córdoba y Santa Fe. Se encomendó a la Patagonia y al Nordeste proveer electricidad barata mediante obras hidroeléctricas como el Chocón, cuya función de irrigación nunca se cumplió. El lapso de 1960 a 1974 fue el de mayor y más sostenido crecimiento industrial del período con promedio de más del 8% anual. El Consejo Nacional del Desarrollo creado por el Presidente Arturo Humberto Illia (1963-1966) tuvo corta vida y a largo plazo –a través del Consejo Federal de Inversiones– promocionó a los grandes contratistas.
La artificial industria azucarera de Tucumán (en 1965 produjo 120.000 toneladas para un mercado interno que consumía sólo 80.000) que daba trabajo directo o indirecto a centenares de miles de personas, no fue reemplazada por genuinas alternativas productivas y su liquidación benefició a los pocos grandes ingenios integrados y equipados con eficientes maquinarias en reemplazo de los conflictivos (según los militares, subversivos) zafreros indigentes. El algodón de Formosa y el Chaco, el tabaco de Jujuy, Salta y Corrientes, los vinos de Cuyo, la yerba mate de Misiones, con sus recurrentes crisis productivas, sequías e inundaciones, nunca se beneficiaron de planes de promoción o de reparación histórica como el que benefició al gran electorado del conurbano bonaerense; parecida suerte cupo al resto del país.
La industria se desarrolló bajo el paraguas protector del Estado y sólo para el abastecimiento de un mercado interno surgido del aumento de capacidad adquisitiva de vastos sectores sociales. Surgió porque no teníamos más remedio que hacer nosotros mismos lo que no podíamos comprar. Al no tener el aliciente para la innovación que da la competencia, sus productos fueron mucho más caros y obsoletos frente a sus equivalentes de los países más industrializados.
A pesar de sus graves limitaciones, fortalecida quizás por sus periódicas vicisitudes, la industria argentina alcanzó en 1975 una variedad, una cantidad y un nivel que la habilitaba, en condiciones apropiadas, a emprender la difícil pero necesaria etapa de competir en el mercado internacional.
(*) Doctor en Física y Diplomado en Ciencias Sociales.
Especial para "Río Negro"
Registrate gratis
Disfrutá de nuestros contenidos y entretenimiento
Suscribite por $1500 ¿Ya estás suscripto? Ingresá ahora
Comentarios