La ira de los impotentes

Los augurios son ominosos y muchos saben leerlos. To-dos los días se oyen voces que nos advierten que el país está al borde de una catástrofe, trátese de la cesación de pagos, el colapso de la convertibilidad seguido por una devaluación caótica o de un «estallido social» que conforme a los profetas será desatado por la creciente desigualdad. No exageran los que dicen que el país se ha acercado a un precipicio. Los peligros con que se enfrenta son auténticos. Así las cosas, sería lógico que los alarmados por lo que podría ocurrir en los próximos meses, quizás semanas, también estuvieran convocándonos a hacer un esfuerzo realmente heroico para impedir que el país caiga en pedazos. ¿Lo están? Desde luego que no. Por el contrario, hoy en día la insinuación de que cualquiera, con la presunta excepción del presidente Fernando de la Rúa, debería estar dispuesto a trabajar con más ahínco a cambio de mucho menos sería tomada por el delirio de un loco. Como Ricardo López Murphy descubrió minutos después de proponer algunas medidas que acaso fueran antipáticas pero que, en vista de que las dificultades se multiplicaban día a día, eran con toda seguridad apropiadas, la Argentina está harta de «sacrificios»y por lo tanto no los tolerará. En efecto, cuando López Murphy finalmente tiró la toalla, una multitud de «dirigentes» festejó la ocasión felicitándose no por haber conseguido superar la crisis sino por haberle enseñado al ministro insolente que el país se negaba a tomarla en serio. En su opinión, esto probaba que el pueblo era tan fuerte y aguerrido que nada le haría ceder ante «los mercados».

Lo que más indignó a quienes protagonizaron las protestas, entre los cuales se encontraban varios ministros y otros funcionarios «progresistas» que, cansados de verse constreñidos a tomar en cuenta los hechos concretos, aprovecharon la oportunidad para abandonar sus puestos en el gobierno, no fue el reparto de los «costos» que impulsaba López Murphy sino la idea misma de que fuera forzoso hacer algunos «ajustes». Lejos de sugerir que sería más equitativo alcanzar el desequilibrio deseado exprimiendo a aquellos sectores que el economista radical preferiría favorecer, manifestaron su convicción de que no sería necesario «ajustar» nada. ¿Creían que la crisis era un invento del ministro, que en verdad el estado del país era tan holgado que podría darse el lujo de relajarse? En absoluto. Los más ofendidos por la severidad de la propuesta del nuevo ministro también son los más elocuentes a la hora de calificar con adjetivos apocalípticos la condición de la economía nacional y de lamentar sus consecuencias sociales.

Pues bien: la ciudadanía se acostumbró hace mucho a mirar la comedia negra que está representando la «clase dirigente», un estamento conformado por políticos, sindicalistas, empresarios y clérigos más el infaltable coro griego mediático, de suerte que pocos señalaron que la actitud de quienes pronto celebrarían el triunfo sobre López Murphy era tan fatuamente contradictoria que avergonzaría a un niño de escasas luces. A juzgar por los resultados de las encuestas de opinión que se realizaron en los días siguientes, los más parecieron considerar muy sensato el planteo de que frente a un desastre inminente de proporciones espeluznantes corresponde a todos consolarse atribuyéndolo al «modelo» o a los malignos «neoliberales», como si a su juicio fuera más importante identificar a los presuntos culpables de desencadenar lo que según ellos mismos se nos venía encima que prepararse para frenarlo.

En cuanto a la «salida» que fue elegida cuando un brote de histeria amenazaba con hacer ingobernable el país, ella equivalía al reconocimiento apenas disimulado por parte de la «clase dirigente» de que en un momento difícil no serviría para nada. Asustados por la posibilidad de tener que ponerse a la altura de las circunstancias, los políticos optaron por invitar a Domingo Cavallo a encargarse del gobierno y por colmarlo de poderes especiales, lo cual, desde luego, motivó tanto alivio no sólo aquí sino también en otras latitudes que durante algunos días hasta los mercados internacionales se permitieron algunas sonrisas frías.

Aunque Cavallo se ha mostrado reacio a enfurecer a los «dirigentes» hablándoles de ajustes, sacrificios y esfuerzos, lo cual es comprensible a la luz de sus susceptibilidades en dicha materia, no puede sino apreciar que el país no tendrá futuro a menos que logre convencerlos de que si la crisis es tan real como dicen sería útil que actuaran en consecuencia, aunque sólo fuera reduciendo sus propios ingresos colectivos, que son disparatados, y poniéndose a explicar a «la gente» que la emergencia es genuina y que por lo tanto podría ser necesario tomar medidas aún más desagradables que las impulsadas por su antecesor. Después de todo, si la situación no fuera tan grave que cualquier gobierno, por progresista que se imaginara, no tuviera más alternativa que eno-jar a algunos sectores muy poderosos, nadie se sentiría preocupado por el destino de la Argentina y Cavallo mismo no estaría encabezando un gobierno que depende de un partido político, la UCR, que siempre lo ha creído una encarnación de Satanás.

Claro que cuando De la Rúa, acompañado por el resto del establishment político, decidió que el desbarajuste era tan atroz que le convendría pedirle a Cavallo desempeñar el papel de salvador que en otros tiempos hubiera sido confiado al comandante en jefe del Ejército, no pensaba sólo en lo calamitoso que sería para los habitantes del país un colapso generalizado. También entendía que el desplome estrepitoso de su gestión podría provocar una rebelión generalizada contra la «clase política» en su conjunto o, cuando menos, contra la parte aliancista de esta corporación. Es que en última instancia los responsables del estado actual del país son precisamente sus líderes, virtualmente todos los cuales se han servido de la política para adquirir un pasar que es llamativamen-te más cómodo que el disfrutado por la mayoría abrumadora de sus compatriotas.

Puesto que para un candidato la forma más sencilla de hacerse elegir consiste en prometer beneficios a todo el mundo o, cuando cierta seriedad parece indicada, asegurar a los votantes que en el caso de que se le ocurriera a un ministro de Economía perverso intentar ordenar un ajuste lucharía denodadamente contra sus designios siniestros, casi todos los políticos argentinos militan en las filas del facilismo. Para granjearse la reputación envidiable de ser un «disidente», un luchador valiente, lo único que hay que hacer es ser aún más facilista y más irresponsable que los demás, dando a entender que todo se solucionaría si el gobierno dejara de inquietarse por los números, lo cual es una idiotez. En la Argentina actual, los únicos «disidentes» que merecen llamarse tales son los pocos, muy pocos, que poseen las agallas para afirmar lo que es evidente: salir del pozo no será nada fácil sino, por el contrario, tremendamente difícil.

No es una cuestión de ideologías o de «modelos». Cualquier esquema concebible exigiría grandes esfuerzos. Sin embargo, como los políticos más locuaces insisten en recordarnos, en el mundo tal como está conformado hoy no cabe ninguna duda de que el «rumbo» capitalista, «neoliberal» y globalizador es con mucho el más sencillo: he aquí la razón por la cual las tendencias así denominadas se han impuesto en el país a pesar de la oposición ruidosa de casi todos los «dirigentes», salvo aquellos desgraciados que se ven obligados a procurar gobernarlo. Otros arreglos -socialistas, corporatistas o clericalistas- podrían ser viables, si bien es poco probable que resultaran tan productivos como el resueltamente capitalista, deficiencia que no atemorizaría a los más interesados en la equidad, pero sucede que construirlos primero y manejarlos con eficacia después requerirían talentos que son totalmente desconocidos por los «dirigentes» locales, motivo por el cual se han resignado mansamente al orden imperante, conformándose con gritarle improperios con el propósito de hacer pensar que no tienen ninguna responsabilidad por las consecuencias. Nadar contra la corriente es posible si uno es muy fuerte, pero la clase dirigente, enamorada del rol de víctima, se ufana de su patética debilidad y, de más está decirlo, se rehusa por principio a aprender a nadar.


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