La muerte del “supervillano” ilumina el futuro de Obama
Para la cultura de muchos estadounidenses, alimentada por el estilo Hollywood, la acción ordenada por el presidente permitió dar un cierre coherente a un ciclo doloroso iniciado el 11-S que se traduce en una creciente aprobación. La reelección no es segura, pero está más cerca.
En septiembre del 2001 la presidencia de George W. Bush estaba a la deriva. Su fórmula de “conservadurismo compasivo” le permitió derrotar –no sin polémica– a su rival demócrata Al Gore, pero casi dos años después deambulaba rumbo a una derrota en las parlamentarias de medio término. Sin embargo, los atentados del 11-S organizados por Osama Bin Laden determinaron un vuelco en su mandato: su actuación posterior y la declaración de la “guerra al terrorismo”, que incluyó Afganistán e Irak, le dieron un perfil de “líder de la nación” en momentos en que el país estaba preso del miedo y la incertidumbre y un objetivo claro a su gestión, que terminó refrendada en otro mandato.
Algo parecido le está ocurriendo a su sucesor demócrata Barack Obama, aunque con perfiles distintos. Su presidencia parecía estar repuntando después de un arranque desgastante con la discutida reforma de salud y la derrota electoral del año pasado, que lo dejó sin mayoría propia en el Congreso. Pero otra vez un golpe de efecto ligado al líder de Al Qaeda vino al rescate: el operativo que liquidó a Osama borró de un plumazo el mote de “vacilante” y poco ejecutivo con que lo atacaban medios y políticos opositores y creó una sensación generalizada de alivio y orgullo entre los estadounidenses que podría impulsar su ya lanzada reelección.
Obama dijo que la muerte de Bin Laden fue “un buen día para Estados Unidos” y las encuestas revelan que también lo fue para él. Según los sondeos difundidos esta semana las cifras de aprobación de Obama aumentaron entre el 56 y el 58%, más de diez puntos porcentuales más que el mes pasado.
Hay una aclamación casi general a la acción militar que mató a Bin Laden: 93% de aprobación según la encuesta USA Today/Gallup. Una encuesta de Washington Post-Pew Research Center encontró sentimientos de alivio, orgullo y felicidad sobre el tema.
Otra encuesta de CNN/Opinion Research Center también encontró que la calificación a Obama como un “líder fuerte y decidido’’ subió después de una disminución en abril a raíz del impasse con el Congreso sobre el presupuesto federal. En la nueva encuesta, el 58% de los entrevistados dijo que “es un líder más fuerte”, con un alza de cinco puntos porcentuales en general y del 14% entre los independientes. La encuesta USA Today/Gallup reflejó que una mayoría siente más confianza en las capacidades de Obama como comandante en jefe.
Y eso se refleja en la calle, en las entrevistas, en los comentarios de las redes sociales: el sentimiento de haber “cerrado un capítulo”. La desaparición de Bin Laden es vista por muchos estadounidenses como la escena final de una historia que comenzó en el este de su país el 11 de septiembre de 2001 y concluyó en Pakistán en la madrugada del 2 de mayo de 2011.
La ejecución del enemigo público número uno alimentó un estado de ánimo previsible para la cultura que produjo Hollywood: tras años de incertidumbre y agravio sin resolución sobrevino un final coherente.
Basta escuchar al representante republicano Peter King, para quien los familiares de las víctimas del 2001 “finalmente pueden tener cierto sentido de alivio y cierto sentido de justicia”. O a Mike Low, de Batesville, Arkansas, familiar de una azafata que murió en el vuelo 11 de American Airlines: “Por cierto pone fin a una agraviante preocupación de todos nosotros’’.
Redacción central
con informes de AP, AFP y DPA
O a Lisa Ramasci, que celebraba el lunes por la madrugada en las calles de Nueva York: “Tuvimos 10 años de frustración creciente aguardando la muerte de este individuo y ahora ocurrió”.
Por cierto, la liquidación de un individuo no compensa los años de dolor de los sobrevivientes, pero el apetito de los estadounidenses por conclusiones definitivas, estilo Hollywood, es voraz, hasta el punto en que la irritación crece si algo parece no tener un cierre.
El mito del “líder decidido”
La cultura de la resolución, tan frustrante para los políticos y otros líderes, produce un apetito por un cierre de telón que muchas veces es difícil de satisfacer.
Si a eso se añaden las secuelas de los ataques terroristas y dos guerras prolongadas sin fin a la vista, se explican las reacciones de alivio y alegría por la conclusión de un capítulo.
En parte se debe a la naturaleza de las guerras estadounidenses en las últimas décadas. Actualmente es tan probable librar batallas contra enemigos amorfos que contra naciones. A causa de eso los conflictos tienden a carecer de finales concretos o rendiciones oficiales.
No hubo nada parecido a un Tratado de Versailles con Saddam Hussein y por cierto nadie espera celebrar un Día de la Victoria con Al Qaeda, como en la Segunda Guerra Mundial. En los conflictos modernos ya no suele haber un final solemne e identificable.
Por eso, un hito importante como la muerte de Bin Laden es para Estados Unidos una causa de alegría, alivio o consuelo en un conflicto frustrante que nunca se acaba. El senador demócrata Charles Schumer advirtió que “la guerra contra el terrorismo no ha terminado’’.
Sin embargo, también hay otro factor en juego.
Bin Laden mismo era lo más cercano a un supervillano como los que enfrentaba James Bond en la ficción: alguien que representaba el mal para cientos de millones de occidentales.
Owen Gleiberman, en un artículo para el cibersitio de Entertainment Weekly, escribió que “es indudable que el 11 de septiembre lo hemos sentido como una gigantesca película y en parte no se debió sencillamente al espectáculo vasto y terrible de la tragedia sino que detrás se ocultaba un villano de proporciones casi mitológicas”.
Obama se jugó mucho en Pakistán al enviar un equipo de soldados de fuerzas especiales en secreto a la fortaleza enemiga en un barrio suburbano en un país soberano.
La tensa operación clandestina de 40 minutos pudo haber sido un fracaso desastroso, tanto político como militar. Un baño de sangre en Abbottabad, donde estaba la residencia de Osama, les hubiera costado la vida a soldados estadounidenses lo mismo que a civiles o bien pudieron haber sido apresados por el mayor enemigo de Estados Unidos.
“Cuando uno hace algo como esto no hay garantías”, dijo Dick Couch, un miembro del equipo de SEAL (de mar, aire y tierra) de la Armada de Estados Unidos durante la guerra de Vietnam. “Está la neblina de la guerra. Hay cosas que salen mal que uno no planeó ni intentó”.
Bin Laden pudo no haber estado ahí, los comandos pudieron encontrarse frente a una gran resistencia o explosivos escondidos o las tropas estadounidenses pudieron ser detectadas por las fuerzas paquistaníes, que hubieran podido enfrentarlas, dijo Couch.
El fantasma de Carter
Con un mal resultado, Obama de seguro habría sido aplastado por una montaña de críticas. Todavía sigue en el recuerdo la operación para liberar rehenes en Irán que salió mal durante la presidencia de Jimmy Carter, quien no fue reelecto.
Considerando ese alto riesgo, Obama pasó por un difícil momento, que únicamente entienden los presidentes que han tenido que tomar, solos, esta clase de decisiones.
Según John Brennan, el jefe en la lucha contra el terrorismo en la Casa Blanca, los planes contra Bin Laden se “debatieron en una mesa y el presidente quería asegurarse, a final de cuentas, de que tenía las perspectivas de todos’’.
“Yo creo que se trata probablemente de uno de los momentos de más ansiedad en la vida de la gente que estaba reunida aquí ayer –dijo Brennan–. Los minutos pasaban como días y el presidente estaba muy preocupado”, añadió al dar detalles de la arriesgada operación en la ciudad de Abbottabad.
Obama logró mantener un estricto secreto desde el momento en que dio la orden de iniciar la maniobra más arriesgada de su carrera. Actuó como un perfecto actor, al menos de cara para afuera.
El viernes, probablemente poco después de dar la orden con la que tanto se arriesgaba, el mandatario se dirigió con su familia a Alabama, a visitar a los afectados por los devastadores tornados. De ahí fue directo a Florida, donde pese al abortado lanzamiento del transbordador “Endeavour” visitó las instalaciones de la NASA en Cabo Cañaveral para posteriormente dar un discurso de clausura de clases en Miami.
Ya de regreso en Washington, en la noche del sábado Obama fue incluso la estrella de la tradicional cena de corresponsales, en la que en ningún momento se le notó nerviosismo. Por si faltaran señales de normalidad, el domingo Obama incluso se dedicó a uno de sus pasatiempos favoritos, jugar al golf, ante una aburrida prensa presidencial.
Todo cambió radicalmente apenas unas horas más tarde. Poco antes de las 22 los corresponsales de la Casa Blanca eran convocados de urgencia de nuevo a la residencia presidencial porque Obama iba a hacer un “gran anuncio sobre seguridad nacional”.
Algo más de una hora después el mundo escuchaba atónito la noticia de la muerte de Bin Laden.
Misión militar cumplida. Que se transformó en un golpe político para el presidente, una reivindicación de la vapuleada comunidad de inteligencia y una venganza nacional para los estadounidenses por el 11 de septiembre.
Obama logró reafirmar su autoridad, tanto hacia lo interno como frente a otros líderes del mundo. Y echó por tierra una de las armas republicanas para el 2012: caracterizarlo como un líder débil e indeciso que está constantemente pidiendo perdón en nombre de Estados Unidos.
Pero, de todos modos, las emociones cambiantes del electorado en la política actual, en medio de persistentes condiciones económicas adversas, no permiten dar por sentada la reelección de Obama el próximo año. La economía tradicionalmente tiene un peso decisivo en las elecciones estadounidenses. Y hasta la semana pasada sólo el 46% de los estadounidenses aprobaba el desempeño económico de Obama el mes pasado, según una encuesta de CBS/New York Times. Habrá que ver si el optimismo nacional se mantiene en el tiempo y si tiene efectos en el clima económico, ajeno a los sentimentalismos.
En septiembre del 2001 la presidencia de George W. Bush estaba a la deriva. Su fórmula de “conservadurismo compasivo” le permitió derrotar –no sin polémica– a su rival demócrata Al Gore, pero casi dos años después deambulaba rumbo a una derrota en las parlamentarias de medio término. Sin embargo, los atentados del 11-S organizados por Osama Bin Laden determinaron un vuelco en su mandato: su actuación posterior y la declaración de la “guerra al terrorismo”, que incluyó Afganistán e Irak, le dieron un perfil de “líder de la nación” en momentos en que el país estaba preso del miedo y la incertidumbre y un objetivo claro a su gestión, que terminó refrendada en otro mandato.
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