La normalidad soñada

Durante buena parte del siglo XX, el pensamiento de los sectores dominantes del país giró en torno de la convicción de que a la Argentina le convendría elegir un camino muy diferente del ya transitado por las naciones más prósperas. Esta idea tuvo muchas consecuencias negativas. En ella se inspiraron regímenes militares de diverso tipo, movimientos terroristas de izquierda y de derecha y una variedad de programas económicos voluntaristas que fracasarían. Sin embargo, luego de una serie al parecer interminable de marchas y contramarchas, períodos breves de optimismo rayano en la euforia seguidos por etapas prolongadas de depresión anímica a veces angustiante, parecería que el país ha regresado al punto de partida. Si bien distintos precandidatos presidenciales, sobre todo Adolfo Rodríguez Saá, dan a entender que les ha sido confiada la fórmula mágica que les permitiría transformar todo de la noche a la mañana, virtualmente nadie toma tales «propuestas» en serio. Por el contrario, si hay una utopía que cuenta con la aprobación mayoritaria, ésta se caracterizaría por «la normalidad», palabra que obviamente no alude a lo que ha sido habitual aquí sino a un estado de cosas similar al presuntamente imperante en países del «Primer Mundo» como España, Italia, Australia, Canadá o Estados Unidos.

Así, pues, para decepción de los muchos que daban por descontado que debería existir una alternativa más fácil al «rumbo» que el país ha estado siguiendo desde hace aproximadamente tres lustros, todo lo ocurrido a partir del colapso del gobierno del presidente Fernando de la Rúa hace pensar que continuará por el mismo camino. Aunque tanto el gobierno actual como su sucesor -a menos que esté encabezado por Carlos Menem- insistan en que sus respectivos «modelos» son radical y fundamentalmente distintos del anterior, lo más probable es que las diferencias carecerán de importancia. Mal que bien la Argentina, como virtualmente todos los demás países fuera de las zonas irremediablemente atrasadas, parece destinada a ser una democracia con una economía capitalista en la que el papel del Estado sea limitado.

A esta altura, el que éste sea el caso no sorprendería a muchos, pero para que resulte beneficioso será necesario que las élites políticas e intelectuales del país finalmente terminen acostumbrándose a que sea así. Si bien parecería que ya nos hemos curado, casi, del autoritarismo enfermizo que durante tantos años había caracterizado la conducta no sólo de los favorables a las dictaduras militares sino también de los consustanciados con muchos movimientos políticos hipotéticamente democráticos, incluyendo al mayor de todos, todavía abundan los que quisieran continuar «combatiendo el capital» a pesar de que lo saben peor que inútil. Para que la Argentina pueda aprovechar sus muchos recursos, empero, tendrá que comprometerse positivamente con el sistema con el que habrá de convivir. A regañadientes, es lo que han estado procurando hacer el presidente Eduardo Duhalde y sus acompañantes, pero muchos peronistas, radicales, aristas y otros siguen imaginándose militando en la resistencia. Asimismo, por motivos oportunistas, algunos sindicalistas están tratando de aprovechar las circunstancias confusas y la debilidad del Poder Ejecutivo para anotarse «conquistas» en base a pretensiones ya totalmente desactualizadas.

Con todo, pese a que el regreso del país a la «normalidad» sigue planteando muchas dificultades, en buena medida porque muy pocos están dispuestos a confesar que durante décadas intentaron imponer esquemas que a la larga resultarían inservibles, parecería que a raíz de «la crisis» el cambio así supuesto se ha acelerado. Desde luego que los costos de no haberlo hecho antes han sido sumamente altos, como lo fueron cuando era cuestión de agotar las presuntas posibilidades brindadas por el autoritarismo militarista o «revolucionario», pero sucede que virtualmente todos los países que no formaban parte del pequeño núcleo de origen noreuropeo que efectivamente creó el mundo moderno y con él «la normalidad» han tenido que pasar por experiencias atroces para que la mayoría de sus dirigentes llegara a la conclusión de que las supuestas opciones que tanto los habían fascinado eran quiméricas y que por tanto les sería forzoso dejar de pensar en ellas.


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