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Lo pequeño y lo desmesurado

¿Qué es en definitiva la Patagonia? ¿La postal de la cordillera?, ¿el desierto?, o una mezcla de todo eso que forma este territorio.

La Patagonia, nombrada así, es una marca; una foto en la cordillera, unos paisajes esplendorosos, verdes o nevados, una postal turística, el chocolate, puro idilio con la naturaleza.


A veces, esa misma palabra, Patagonia, se vuelve adjetivo. Y entonces puede ser un chivito a las brasas, o una manera de nombrar lo inabarcable, siempre con alguna reminiscencia romántica o misteriosa. Incluso cuando remite al viento, el viento patagónico, suena a hechizo o arrullo (y no se menciona la molestia de la tierra entrando siempre inclaudicable, por las rendijas).


Patagónico, así a secas, es muchas cosas: es el inmigrante que hizo del Valle una tierra fértil de manzanas y peras, alguien aferrado a la chacra, que le pelea a las heladas, en mitad de la noche, para salvar su cosecha. Son los gauchos de la famosa línea sur. Son los pobladores ancestrales. Son las luchas y guerras por el territorio. Es la gente sigue usando la radio para enterarse, por ejemplo, que la sobrina dio a luz o que esperen en la tranquera, el próximo martes, que le van a llevar un encargo. Los que se despiden de sus hijos cuando cumplen doce años para mandarlos a escuelas albergues que quedan a varios kilómetros. Patagónica también es Vaca muerta, con su fracking, con los parajes que tiemblan desde que esa tierra se convirtió en promesa, con sus sueldos petroleros y sus enormes brechas.


Patagonia no es sólo la postal cordillerana, ni el desierto y la estepa. No es el mar. No es únicamente el alpataco, o el alerce. Es algo que mezcla y reúne todo eso que parece contradictorio y opuesto.


Una de las mejores definiciones de lo que significa este suelo la dio Paul Theroux, en el libro “Retorno a la Patagonia”, escrito junto a Bruce Chatwin en 1985. Y dice así: “Y cuando, al cabo del largo viaje, llegué a la Patagonia me sentí en ninguna parte. Aún más sorprendente: parecía seguir todavía en este mundo. Había estado viajando hacia el sur durante meses. El paisaje mostraba una estampa desoladora; pero no se podía negar que tenía detalles de interés y que yo existía en él. Pensé: “Ninguna parte” es un lugar.
Allá abajo, el valle patagónico se abismaba en la roca gris marcada por sus franjas prehistóricas y agrietada por las inundaciones. Más allá había una sucesión de colinas, talladas y cuarteadas por el viento que ahora cantaba entre los matorrales balanceándolos al compás. El cielo estaba azul claro. Una nube como un suspiro, blanca como una flor de membrillo, arrastraba la pequeña sombra de un pueblo o quizá del Polo Sur. Vi cómo se acercaba. Se onduló al cruzar las matas y pasó sobre mí, brisa fugaz, para continuar, arrugándose, hacia el este. Aquí no había voces. Sólo había eso, lo que contemplaba: y aunque más allá hubiese montañas y glaciares y albatros e indios, no había aquí nada de qué hablar, nada que me retuviese. Tan sólo la paradoja patagónica: flores diminutas en un vasto espacio; para permanecer aquí había que ser miniaturista o, si no, estar interesado en enormes espacios vacíos. No existía una zona intermedia de estudio. una de dos: la enormidad del desierto o la vista de una pequeñísima flor. En la Patagonia era preciso elegir entre lo minúsculo y lo desmesurado”.

Eso: lo minúsculo y lo desmesurado.


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