La presidenta en el living

JAMES NEILSON

según lo veo

No es ningún secreto que a Cristina le fascina la teoría del relato. Entiende que en política las apariencias suelen importar más que la realidad, que con tal que logre convencer a buena parte de la población de que su gobierno está llevando a cabo una obra maestra de ingeniería social, política, económica y, desde luego, cultural, que servirá para transformar la Argentina en un dechado de prosperidad solidaria, podría continuar dominando el escenario por muchos años más. Así las cosas, es lógico que en el transcurso de su gestión el gobierno nacional haya invertido en publicidad oficialista miles de millones de dólares aportados por los contribuyentes, subsidiando a diarios y revistas afines, además de una cantidad impresionante de programas televisivos, para que la ayuden a difundir buenas noticias. También lo es que Cristina se haya apropiado con tanta frecuencia de la cadena nacional de radio y televisión. Le parece indiscutible que el poder que supo consolidar en los meses que siguieron a la muerte de su marido depende en buena medida del vínculo emotivo que ha establecido con la gente, que en octubre pasado la mayoría no votó por un partido político, una ideología o una estrategia económica determinada sino por ella, Cristina, razón por la que le es necesario comunicarse con regularidad con sus admiradores, convertirse en un integrante más de su entorno personal, sentarse en el living de su casa o departamento para charlar con ellos. Es una tarea que ella misma ha de desempeñar; la participación de intermediarios no sólo serviría para provocar malentendidos sino que también podría estimular la ambición de ciertos colaboradores poco confiables. Pero ha surgido un problema, uno que es muy engorroso y que con toda seguridad le preocupa. Aunque Cristina ha modificado mucho su forma de hablar, adoptando un estilo que es más popular, más intimo y, según algunos elitistas, más chabacano que el de antes cuando nos instruía acerca de temas como las deficiencias del pensamiento del teutón Martin Heidegger, a su juicio un filósofo decididamente inferior a su compatriota Georg Wilhelm Friedrich Hegel, le está resultando cada vez más difícil mantener cautivado al público. Parecería que a la ciudadanía no la conmueve saber que la presidenta encuentra simpático al chanchito australiano Babe o que a veces se le ocurren chistes que en opinión de puritanos retrógrados son un tanto subidos de tono. Cuando Cristina aparece en la pantalla, muchos televidentes agarran enseguida el control remoto para pasar a un canal de cable que aún no ha sido incorporado a la red gubernamental. Parecería que, cuando de elegir relatos se trata, prefieren los de Marcelo Tinelli o, lo que es peor aún, los narrados por periodistas ferozmente opositores como Jorge Lanata. Y los hay que se sienten tan fastidiados por las repetidas irrupciones presidenciales que apagan el televisor, se pertrechan de cacerolas y cucharas y salen a la calle para protestar contra la interrupción o cancelación de su programa favorito. Cristina, pues, se ve frente a un dilema desagradable. Si opta por dosificar sus apariciones televisivas, los malos cantarían victoria, atribuirían la decisión al temor de la presidenta a verse humillada por la caída estrepitosa de su rating o, tal vez, a las presiones de los encargados de los canales de televisión que, es de suponer, se sienten sumamente preocupados por el futuro de su negocio. Pero si la presidenta opta por seguir aprovechando la cadena nacional para que todos puedan oír lo que tiene que decir en torno a la marcha de la economía, su propio estado de ánimo, lo mucho que debemos a Néstor y así por el estilo, correrá el riesgo de enojar tanto a los privados de sus programas habituales que se rompa el vínculo emotivo con la gente que está procurando fortalecer. Es una cuestión de prioridades. Parecería que la imagen de Cristina no se ha visto deslustrada por percances menores como los supuestos por los escándalos rocambolescos protagonizados por el vicepresidente Amado Boudou y otros miembros de su gobierno, el olor a corrupción que se ha difundido por todo el territorio nacional, la inseguridad ciudadana, las actividades extravagantes de los pibes de La Cámpora y las medidas molestas que se han tomado con el propósito de impedir que los dólares que aún quedan en el país busquen refugio en un lugar más previsible, pero esto no quiere decir que la sacrosanta imagen presidencial esté en condiciones de conservar todo su brillo si su dueña insiste en apoderarse repetidamente de las pantallas de la televisión abierta. No sirven para nada los reparos de juristas que señalan que la presidenta está violando la ley que limita el uso de la cadena nacional a “situaciones graves, excepcionales o de trascendencia institucional”. Cristina, artífice e impulsora de un proyecto de alcances revolucionarios, se sabe por encima de tales minucias. Desde su punto de vista, y aquel de los aplaudidores profesionales que suelen acompañarla, todo cuanto hace la presidenta es “de trascendencia institucional”, motivo por el que es su deber asegurar que la ciudadanía se entere lo antes posible de detalles relacionados con la evolución de su pensamiento, además de advertirle sobre los peligros graves que plantean aquellos empresarios, periodistas y políticos reaccionarios que, por razones inconfesables, se resisten a plegarse a la causa nacional y popular. Con todo, aunque es de prever que Cristina y sus adláteres no presten atención alguna a las quejas de los leguleyos, tendrán que preguntarse si les está resultando beneficiosa la estrategia de saturación comunicacional que han elegido. A inicios de la gestión de Cristina, muchos se sintieron impresionados por sus dotes retóricas, por su capacidad para hablar con fluidez durante horas sin depender de papeles o de los adminículos electrónicos que necesitan otros oradores, entre ellos el presidente norteamericano Barack Obama, político que, según los progresistas de su país, es Pericles redivivo. Pero, como sucede con ciertos alimentos dulces que, después de un rato, resultan ser empalagosos, la retórica de Cristina no tardó en provocar una sensación de hartazgo que, de intensificarse mucho más, haría que el relato presidencial compartiera el destino de culebrones televisivos que, luego de meses e incluso años de popularidad, de súbito llegaron a su fin por falta de público sin que los autores y actores entendieran los motivos.


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