La sociedad infantilizada

La niñez es el periodo de la vida de una persona en el que necesita la asistencia de otra para su subsistencia. En la primera infancia, el niño reclama ser atendido a través del llanto. Así manifiesta su hambre, sus malestares o la ausencia de esa referencia adulta que lo acaricia y lo consuela. El infante no tiene capacidad de espera. Llora hasta que es tenido en cuenta su requerimiento. Llora hasta el agotamiento. El autovalimiento, la capacidad de espera, la distancia con el ser querido, la percepción de que esa persona está cerca aunque no pueda ser vista o sentida inmediatamente, se logra con el tiempo, con la maduración intelectual y emocional de la persona.

Esas conductas infantiles que anteriormente describía pueden encontrarse en la sociedad actual en muchas personas adultas.

Éstas son esclavas de la inmediatez, carecen de capacidad de espera. Y no solo son presa de sus intereses y deseos, sino que pretenden que se los reconozca como derechos y, además, que otras personas se los resuelvan, como los niños. Algunos responsabilizan por esa conducta a la sociedad de consumo. Nadie es coaccionado a consumir lo que no necesita.

La concreción de los deseos e intereses es una responsabilidad estrictamente personal que requiere de la libertad para realizarlo, la capacidad, la responsabilidad y el esfuerzo para alcanzarlo.

Una paradoja actual es que los gobiernos incentiven el consumo y no el ahorro. Ahorrar es poner en juego la capacidad de espera y el esfuerzo para el logro de los propios intereses. El ahorro es lo que ha hecho ricas a las familias, a las comunidades y, con ello, a las naciones.

El problema es que, en las sociedades infantilizadas, también se ha degradado el concepto de familia.

La familia es una asociación íntima entre los vivos, nuestros muertos y los no nacidos. Pensemos esa asociación multiplicada por miles y tendremos comunidades enteras asociadas entre sí, una patria en el sentido de pertenencia, compartiendo un mismo territorio y similares valores, historia, idioma y tradiciones. Pero volvamos a la familia. Trataré de explicarlo con una historia próxima.

Recorriendo un monte agreste, un joven encontró un nogal. Nadie lo había plantado allí. Por el porte del árbol tendría el doble de su edad.

Se hallaba cargado de frutos y a sus pies había pequeños nogales de diferentes tamaños que evidentemente habían nacido de las nueces caídas y brotadas a lo largo del tiempo. Días después, el joven le llevó nueces a su abuela y le contó el hallazgo. Su abuela le dijo porque no trasplantaba los retoños de nogal a un lugar amplio y fértil así podían hacerse árboles grandes como el primero.

El joven preguntó para qué, si esos árboles tardaban mucho en dar frutos y él tal vez no podría aprovecharlos. Y la abuela le respondió que si él no lo aprovechaba tal vez lo harían sus hijos o sus nietos.

En las sociedades infantilizadas, muchas personas suponen que el éxito y los beneficios deben ser seguros y rápidos, y que siempre habrá alguien dispuesto a complacérselos, como una madre o un padre presurosos corriendo para que dejen de llorar. Están equivocados.

Los beneficios requieren tiempo y esfuerzo, y de muchos de los esfuerzos que asumimos con responsabilidad quizás podamos ver los primeros frutos, o tal vez ni siquiera aquellos, y serán nuestros hijos y nietos quienes lo disfruten.

Por supuesto estos principios no encajan dentro de los cálculos de rápida y eficiente satisfacción o de rentabilidad inmediata, son valores que hicieron que nuestros abuelos emigraran del campo a la ciudad o cruzaran el océano buscando una promesa, una esperanza que muchas veces se autocumplió y se demuestra en el desarrollo de comunidades dinámicas y prósperas a lo largo y ancho de todo occidente.

* Licenciado en Educación, exdirector de ESRN Nº 9 (GR)


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