La soledad de Auschwitz
Por Jorge Gadano
Es más que probable que algunos de los ex soldados del igualmente ex Ejército Rojo (ahora ruso) que asistieron al acto realizado el 27 de enero en Auschwitz (Oswiecim, en Polonia) para memorar el 60 aniversario de la «liberación» de los siete mil sobrevivientes que los alemanes habían dejado en ese campo de concentración hayan pensado que ellos no habían liberado a nadie, porque cuando llegaron, los carceleros ya se habían ido. Por eso quienes los recibieron fueron los ex presos, sin que mediara batalla alguna.
Lo que sí hubo con motivo del aniversario fueron algunas manifestaciones que rozan la hipocresía, si se tiene en cuenta que antes y durante la Segunda Guerra Mundial las potencias tardíamente aliadas contra la agresión nazi, así como el Vaticano bajo Pío XII, por acción u omisión consintieron la persecución de preguerra contra los judíos y finalmente la matanza o «solución final» decidida en Wansee, un suburbio de Berlín.
Así, el vicepresidente estadounidense Dick Cheney declaró que «estos terribles demonios de la historia no fueron cometidos en un mundo lejano e incivilizado sino en el corazón del mundo civilizado». Y Juan Pablo II, quien se propone convertir a Pío XII en un santo, habló de que «este intento de destrucción sistemática de todo el pueblo judío queda como una sombra sobre Europa y el mundo entero».
El así llamado «intento» se inició en 1933, un año de grandes acontecimientos mundiales, porque mientras Hitler asumía el gobierno en Alemania Franklin Roosevelt lo hacía en Estados Unidos. Fueron, en aquellos albores de los treinta, dos líderes que llegaban al poder en brazos de sus pueblos para emprender urgentes tareas de reconstrucción que devolvieran esperanzas a sociedades devastadas. Sin embargo, jamás se vieron, ni siquiera se hablaron, y los Estados Unidos, hoy tan atentos a las violaciones a los derechos humanos, dejaron hacer a Hitler. Mientras Henry Ford a la vez que hacía negocios con Alemania difundía su libelo antisemita «El judío internacional», Roosevelt inició una política de «neutralidad». No era Ford el único gran empresario estadounidense «amigo» del nazismo: «La Nación» de anteayer publicó la carta de un lector que reproduce una información del libro de Walter Graziano «Hitler ganó la guerra». Según la cita, el campo de Auschwitz fue inaugurado el 14 de julio de 1940 por las corporaciones Standard Oil de New Jersey (hoy Exxon) e IG Farben de Alemania para producir caucho sintético y nafta de carbón. El Congreso de los Estados Unidos inició una investigación que concluyó con la salida de la Standard de William Farish I, convertido así en chivo expiatorio del escándalo.
Por consiguiente, el canciller alemán, muy pronto convertido en dictador, tuvo manos libres en aquellos años (1938/40) tanto para convertir a los judíos en ciudadanos de segunda clase como para una política de expansión que le permitió, sólo en 1938, la anexión de Austria y Checoslovaquia.
Después del pacto de Munich, que entregó a Hitler una parte de Checoslovaquia, el primer ministro inglés Neville Chamberlain había dado a su país y al mundo un mensaje de paz. El fracaso de esa política, llamada «de apaciguamiento», quedó en evidencia una vez más con el ataque combinado de la Wehrmacht y la Luftwaffe a Polonia el 1 de setiembre de 1939. El país quedó partido en dos, con una mitad para Hitler y la otra para Stalin, tal cual había sido arreglado en el pacto de no agresión entre ambos dictadores, de agosto de 1939.
Francia y Gran Bretaña, por fin, declararon la guerra a Alemania dos días después del ataque a Polonia.
Sin embargo, fue un gesto declamatorio, porque ninguno de ambos países inició guerra alguna. La guerra la empezó Hitler el 10 de mayo de 1940, y tras infligir una contundente derrota al ejército francés y dejar que las fuerzas británicas destacadas en territorio galo huyeran por el puerto de Dunkerque, al cabo de un mes ocupó París.
Mientras tanto, ¿qué se sabía de la política de Hitler hacia los judíos? Puede que muy pocos hubieran leído Mein Kampff y que los decretos raciales no se hayan conocido entonces fuera de las fronteras de Alemania. Pero, ya en noviembre de 1938, Hitler proclamaba ante dirigentes de las SS que «En Alemania no puede seguir habiendo judíos. Se trata de una cuestión de tiempo. Los expulsaremos progresivamente con una implacabilidad sin precedentes».
Los «apaciguadores» pudieron pensar entonces que si se trataba de expulsarlos no era tan grave. Pero para que no tuvieran dudas de que se estaba a las puertas de un genocidio, el Fuhrer habló al Reichstag el 30 de enero de 1939, cuando cumplía seis años en el poder. Y dijo: «Quiero ser de nuevo un profeta: si la judeidad financiera internacional dentro y fuera de Europa consiguiese precipitar a las naciones una vez más a una guerra mundial, el resultado no será la bolchevización de la tierra y con ello la victoria de la judeidad, sino la aniquilación de la raza judía en Europa». Karol Wojtyla cumplía entonces 19 años. Durante la guerra trabajó en una fábrica y estudió teología. En 1946 fue ordenado sacerdote. Todo ello en Cracovia, a 50 kilómetros de Auschwitz.
La verdadera guerra se inició con el ataque a la URSS, en junio de 1941. Se peleó también por el norte de Africa y en Italia, pero el escenario principal fue, durante tres años, el territorio ruso, donde el avance nazi causó la muerte de 30 millones de personas. Sólo cuando la batalla de Stalingrado cambió el curso de la guerra y posibilitó una contraofensiva soviética que no pararía hasta Berlín, los aliados occidentales se decidieron a abrir un segundo frente cruzando el canal de la Mancha en junio de 1944.
Los sobrevivientes de Auschwitz saben que no hubo ninguna batalla para liberarlos. Pero, en cualquier caso, sí saben que fue la proximidad del Ejército Rojo la que precipitó la huida de sus guardianes y que hayan podido, después, vivir para hablar del horror.
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