La tía Nora con Alzheimer, en Roca: sonríe pese a la oscuridad

María Jazmín Manuel, futura periodista, registra desde una ternura profunda los días de Nora, una adulta mayor que por enfermedad reduce su vida al aquí y al ahora.

La tía Nora con Alzheimer, en Roca: sonríe pese a la oscuridad

María Jazmín Manuel, futura periodista, registra desde una ternura profunda los días de Nora, una adulta mayor que por enfermedad reduce su vida al aquí y al ahora.

Las manos, llenas de arrugas y anillos, le tiemblan levemente mientras sostiene su taza de té y se la lleva a la boca. Dos álbumes de fotos adornan la mesa y ella toma uno mientras se cambia los lentes que lleva puestos por unos más grandes, entonces lo abre y observa las fotos con detenimiento. En las imágenes se ve a una mujer joven, siempre sola y en distintos escenarios; debajo de las fotos, escrito a mano, en cursiva, se leen nombres de ciudades y fechas. Pasa de página mientras sus ojos recorren las fotos, su rostro serio, distante, se mantiene en todo momento igual. Toma otro sorbo de té y dice: “Qué lindos lugares, ¿es amiga tuya esa mujer?”. La mujer que la cuida, su enfermera, le responde por mí: “Sos vos, Nora”.

Hace unos seis años atrás comenzó a perder la memoria y el médico la diagnosticó un comienzo del síndrome de Alzheimer. Desde ese día en adelante todo fue cuesta abajo, y aunque aún recuerda a sus familiares, ya no se acuerda de sí misma.

Nunca tuvo hijos, pero siempre estuvo muy presente en la vida de sus tres sobrinos, los hijos de su única hermana mujer. En especial después de que su cuñado murió cuando ellos eran adolescentes, luego de eso se dedicó a ayudar a su hermana a criarlos. Sus sobrinos la quieren como a una madre y la cuidan como una vez ella los cuidó.

Miguel, su sobrino más joven, quien hace dos años adoptó a sus dos hijos, le pregunta si se acuerda de ellos. Nora niega con la cabeza y dice: “No, pero los amo, ¿cómo están?”.

La mirada perdida y los dedos rozando de nuevo las fotos, vuelve a preguntar por esa mujer y su sobrino le empieza a contar su propia historia. Nació en Esquel, Chubut, en 1934. Se crió en una familia grande junto a sus seis hermanos y llegó a Roca en los años de su adolescencia. En su juventud comenzó a trabajar en la D.G.I, donde mantuvo su puesto hasta su jubilación. Ella estuvo presente en el casamiento de todos sus hermanos, pero nunca pisó el altar con un vestido blanco. Al contrario, siempre se mantuvo sentada en la iglesia, aplaudiendo la unión de amor de sus seres queridos. Gabriel la mira y cuenta, con una sonrisa de dientes blancos, que ella siempre se definió a sí misma como la rebelde de la familia. “Siempre dijo que no se quería casar ni tener hijos y mi mamá siempre le resaltaba lo rara que era su decisión. Mi vieja siempre fue así, muy correcta y de mente cerrada, entonces no podía entender como su hermana no seguía con la regla del casamiento y la maternidad. La tía Nora le tomaba el pelo, se reía, y le decía que no le interesaba cambiar pañales”.

Nunca se compró un auto en su vida y vivió en un monoambiente, donde alquilaba, un poco alejado de la ciudad. Siempre tuvo esa costumbre de gastar la menor cantidad de plata posible, porque no le interesaba otra cosa más que ahorrar para viajar todos los años a un lugar distinto del mundo. Su primer viaje fue a Colombia, con una de sus amigas cercanas, cuando tenía 24 años. Ese fue el primero de muchos. Después de Colombia le siguieron muchos países de América Latina, después Estados Unidos y luego un recorrido por muchos países de Europa.

Los años pasaron volando entre aviones y pasajes, con la libertad en la valija y los ojos cansados de ver tanto sol. Con la piel perfumada de tanto viento distinto y las pupilas brillantes de tanto paisaje. Los pies manchados de tierra de tanta caminata. El iris de sus ojos reflejando un atardecer en Cuba. Los labios secos y cuarteados de tanto sonreír.

Finalmente, la vejez la encontró sentada en el sillón del living, con un bastón a su lado y el pelo gris. Ya sus hermanos no están, su memoria tampoco. La enfermera cama adentro le alcanza sus medicamentos y le pinta las uñas, le habla de su nieta que se acaba de recibir de enfermería y ella sonríe, mientras la escucha atentamente aunque en unos minutos seguro se va a olvidar de todo lo que le dijo. Su vida se redujo al momento exacto en el que está viviendo: hoy, ahora, acá. Su mente, como una especie de repelente, aleja todo acontecimiento que no se encuentre en el momento exacto en el que está viviendo. Pero ella se ríe y sonríe, porque, más allá de toda oscuridad y desconcierto, es lo único que le queda. Recuerda sólo cosas muy puntuales, como el nombre de sus sobrinos nietos o el nombre de sus hermanos, de sus enfermeras. Sólo si te esforzás en tratar de hacerla recordar, su memoria llega más atrás en el tiempo; a veces hasta se acuerda de su perro Marco, que murió hace 15 años.

Y ahora, sentada con su taza de té vacía, le pide a su sobrino que le alcance el álbum que no llegó a ver. Lo abre y los dedos vuelven a recorrer las fotografías, lee en voz alta las fechas y locaciones. Pasa de página en página, sonriendo y haciendo comentarios de lo que ve, hasta que, de repente, se queda callada. Su mirada apunta a una imagen especial y, después de unos segundos, vuelve a sonreír, y como si olvidara por un momento del Alzheimer que atormenta sus recuerdos, levanta la vista y dice: “París. No te imaginás lo grande que es la Torre Eiffel”.

La foto, perdida entre las demás del álbum, la muestran a ella posando en una calle llena de gente y, en el fondo, decorando el paisaje, la torre Eiffel se asoma tapando una parte de cielo. Más allá de que la fotografía esté en blanco y negro, los colores de su sonrisa son los mismos a los de ahora. Y por unos instantes ella vuelve a ser aquella chica, en esa calle de París, con la torre de fondo, con los lentes oscuros de sol y con la sonrisa colorida. París, ella y la libertad.


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