Las cárceles de la vergüenza

Por Martín Lozada

Resulta paradójico que en pleno auge del discurso seguritario se omita considerar una de los temas que mayor impacto tienen para la paz social y el orden público general. Se trata, ni más ni menos, de la cuestión carcelaria. Y sobre todo, del modo en que habrá de transcurrir la vida de todos aquellos a quienes se ha confinado temporalmente dentro de un establecimiento penitenciario.

La demagogia punitiva que exalta la función del castigo como vía de reducción del delito pretende una reacción rápida y contundente para quien infringe la norma penal. Su neutralización y restricción ambulatoria a través del encierro. Pero suele guardar silencio respecto de los principios que deben orientar la aplicación de la pena. Y mucho más aún acerca de la efímera capacidad resocializadora de la realidad penitenciaria argentina.

Ese silencio y la condescendencia para con las inhumanas condiciones de detención descalifica, tal vez como ningún otro argumento o circunstancia, la exaltación del castigo que propugnan los partidarios de la inflación punitiva. Más propensos a la realidad de las mazmorras y al oscurantismo medieval, aspiran a reducir al derecho penal a un mero fetiche por medio del cual doblegar aquello que Michel Foucault, para referirse a los infractores de la norma penal, llamó como «cuerpos indóciles».

Lo cierto resulta que la realidad carcelaria argentina se inscribe dentro de una lógica que, de hecho, reduce a cero los derechos de las personas allí circunscriptas. Así, los principios constitucionales que establecen las finalidades resocializadoras de la pena y las condiciones de higiene y salubridad que deben regir durante su aplicación, resultan aspiraciones que han sido paulatinamente borradas de la superficie política e institucional.

En los últimos meses, sin embargo, se ha alzado una pluralidad de voces que llaman a cambiar el rumbo. Entre aquéllas se encuentra la correspondiente a la Junta Federal de Cortes y Superiores Tribunales de Justicia (Jufejus), la que en el pasado noviembre señaló que la situación que experimentan las 9.800 personas detenidas en cárceles federales del país no cumplen con lo dispuesto en los artículos 18 y 75 de la Constitución Nacional.

Simultáneamente, durante la 33ª reunión del Comité contra la Tortura de la ONU en Ginebra se recomendó a la Argentina que prohibiese el alojamiento de menores en comisarías. Fueron tantas y tan graves las denuncias respecto de las torturas y los abusos allí registrados, que el dictamen del Comité adquirió un tono contundente y sin ambages.

También en noviembre pasado, la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación comunicó al gobierno rionegrino su «profunda» preocupación por las condiciones de detención de las personas alojadas en la Cárcel de Encausados de la ciudad de General Roca.

Y le recomendó intensificar las acciones tendientes a «hacer cesar los tratos crueles, inhumanos y degradantes constatados durante la visita», coincidentes con los denunciados por el Grupo de Trabajo y Estudio de Derechos Humanos y Personas Privadas de su Libertad, que incluso motivó el reclamo de la Federación Internacional de Derechos Humanos.

El informe de dicho grupo confirmó que unos 477 internos se hallaban en una situación «muy crítica», signada por la falta de separación entre condenados y procesados, y entre menores y adultos. Que no se trabaja ni se estudia en virtud de la falta de recursos y que son muchísimos los internos que duermen en el suelo, algunos sin siquiera un colchón. Las condiciones edilicias, según el informe, resultan pésimas: cloacas obturadas, cableado eléctrico externo en absoluta precariedad, prácticamente todas las ventanas sin vidrios y muchas de sus cañerías rotas.

La situación en Mendoza no es mejor. Prueba de ello resulta la denuncia formulada por un grupo de abogados en relación con las condiciones de detención que sufren las personas alojadas en la penitenciería de la ciudad de Mendoza, la cual ha sido receptada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). El máximo tribunal del continente en la materia hizo lugar a la medida cautelar solicitada a fin de garantizar la vida de los 2.000 internos de dicha prisión, considerada como una de las más calamitosas en toda Latinoamérica, con su capacidad superada en un 280 % y el récord de 15 internos asesinados en apenas 10 meses.

La medida cautelar es un mecanismo contemplado en el Pacto de San José de Costa Rica, originado en un pedido de intervención urgente ante la sospecha de que los derechos fundamentales corren serios riesgos de ser vulnerados. En estos casos, la Comisión Interamericana tiene el poder de corroborar la denuncia y luego expedirse ante el Estado denunciado. Así sucedió respecto del Estado nacional, que fue intimado a modificar las condiciones de habitabilidad de esa cárcel mendocina.

Entre tanto, el número de personas privadas de su libertad no para de aumentar en nuestro país. Tan sólo en la provincia de Buenos Aires existen unos 25.000 presos y son 300 los detenidos que por mes ingresan en sus establecimientos penitenciarios. Según datos oficiales, la tasa de encarcelamiento creció en esa provincia un 109% en los últimos ocho años, mientras que en igual período en los Estados Unidos aumentó un 19 y en Chile un 73.

Las cárceles que tenemos deslegitiman día a día la pena privativa de libertad, al incumplir con los requisitos básicos de orden constitucional que la fundamentan y le dan razón ontológica. Y ni hablar de los estándares y reglas básicas de tratamiento de los reclusos fijados por las Naciones Unidas. Todo lo cual debería conducirnos a transformar severamente este ámbito marcado por una indisimulable cultura autoritaria y la violación sistemática de los derechos humanos.


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