Adelanto: «Mi niñera de la KGB», la apasionante historia real del nuevo libro de Laura Ramos
Para la niña Laura Ramos, África de las Heras era María Luisa, "la modista", una española afable, cercana y generosa, que cuidaba y consentía niños sin pedir nada a cambio. Más de medio siglo después de aquellos días en los que la tuvo por niñera, Ramos descubre su verdadera identidad: una agente de los servicios secretos soviéticos. Con paciencia y meticulosidad, reconstruye esta apasionante historia.
La española África de las Heras fue captada por los servicios secretos soviéticos en 1937. Desde entonces, y por el resto de su vida, operó como una agente internacional de élite. Durante la Segunda Guerra llegó a tirarse en paracaídas sobre las tropas de la retaguardia alemana en Ucrania; en México participó en el asesinato de Trotsky; en París, en los años de la Guerra Fría, logró casarse con el escritor Felisberto Hernández con el fin de obtener la ciudadanía uruguaya y establecer un centro de la KGB en Montevideo.
En su larga estadía allí, su camino se cruza con el de la autora, hija de una pareja de políticos e intelectuales trotskistas argentinos. Para la niña Laura Ramos, África de las Heras era María Luisa, «la modista», una española afable, cercana y generosa, que cuidaba y consentía niños sin pedir nada a cambio. Más de medio siglo después de aquellos días en los que la tuvo por niñera, Ramos descubre su verdadera identidad. A partir de allí, emprende un viaje alucinante tras los pasos de África que hace pie en Ceuta, Barcelona, México, La Habana, Cambridge y Montevideo, donde llega a encontrar a la familia que la espía había cooptado para los sóviets. Inesperadamente, su investigación termina develando dos casos policiales irresueltos en Uruguay: el de un supuesto intento de asesinato del «Che» Guevara y el crimen del último marido de la modista, un espía italiano.
Ese viaje, es decir, este libro, se convierte al mismo tiempo en una exploración íntima de su propia historia e identidad. En ese gesto, y en los pliegues que lo configuran, se encuentra uno de sus hallazgos más singulares.
Este es un adelanto del primer y segundo capítulo del libro publicado por Lumen:
Capítulo 1
La modista
Buenos Aires-Montevideo, 2018-2020
Llegaré a descubrir que nuestra niñera envenenó a su marido, un espía italiano, en la misma casona de Punta Carretas donde nos daba la leche por las tardes, a la salida de la escuela. Una grabación espeluznante me develará un segundo crimen: su participación en el asesinato de Trotsky.
Falta un par de temporadas para que me reúna con aquellos chiquilines que todavía hablan de valijas con regalos, trenes eléctricos, arcos y flechas, muñecas Piel Rose, barajas de naipes, pistolas con largas tiras de cebita que, juran, olían a pólvora. Ahora mismo, en el invierno de 2018, estoy en mi estudio de Buenos Aires, donde trabajo en un libro sobre el siglo XIX. A mil años luz de mi infancia en Uruguay.
—Laura, ¿te acordás de María Luisa?
En ese instante surge una imagen prístina, enmarcada en la puerta de mi colegio montevideano: pelo entrecano, falda larga, blusa discreta, una mujer anodina que carga un paquete de masitas de la confitería Oro del Rhin.
—¡María Luisa, la modista!
Mi hermano había encontrado la primera pista de esta historia días antes, durante un viaje a Montevideo en el que indagaba los orígenes de la izquierda nacional en América Latina. Le susurraron, en un callejón de la Ciudad Vieja: “Montevideo es un nido de espías”. Ante su asombro, la revelación: “La modista que los cuidaba a ustedes era una agente soviética”.
A comienzos de 1994, cinco años después de la caída del Muro, aparecieron en Estados Unidos las confesiones del exjerarca de la KGB Pável Sudoplátov. Misiones especiales fue la mayor contribución pública al descubrimiento de los crímenes de Stalin desde la célebre denuncia de Nikita Jruschov en 1956, un cataclismo. Allí Sudoplátov se reconoce responsable de una serie de sabotajes, secuestros y homicidios y revela nombres y seudónimos de cientos de espías internacionales que integraban su red. Entre ellos, el de una española, “nuestra mejor agente”. La información era impactante. Mientras en Montevideo se transfiguraba en una modista que contaba cuentos a los niños, en sus viajes secretos a la Unión Soviética era recibida como una partisana gloriosa, galardonada con medallas, órdenes de guerrillera, estrellas rojas. Fue la española más condecorada por el Politburó, aún más que su amigo y posiblemente amante Ramón Mercader, el asesino de Trotsky.
Como la agente Tatiana Románova en Desde Rusia con amor, una de las primeras películas de James Bond que vimos en Montevideo, en 1947 había viajado a París con la misión de seducir al escritor Felisberto Hernández, amigo de mi madre. Su objetivo era conseguir la ciudadanía oriental e instalar una estación de radio en el Uruguay. Su nombre de guerra en Ucrania había sido Ivonne; en México, María de la Sierra; en Francia y América del Sur, María Luisa de las Heras.
Los amigos de mis padres la llamaban cariñosamente “la gallega”, porque era española, o “la niñera”, porque siempre se ofrecía a cuidar de sus hijos. Contaban que en las reuniones y en las cenas, mientras los adultos hablaban de política en el living, ella prefería irse con los niños a los dormitorios. Nadie se extrañaba de esas tareas que hacía por gusto, y todos pensaban en su hijo Julián, muerto a los doce años.
La publicación de las memorias de Sudoplátov desencadenó una secuencia de crisis políticas en Europa y en Estados Unidos, pero en España y en el Cono Sur no produjo escándalos públicos sino privados: el nombre de María Luisa recorrió las mesas de los bares, las butacas de los teatros, las bibliotecas de las universidades, los comedores de las casas familiares y llegó hasta el salón del velatorio de mi madre, en el fatídico 1995. Mi hermano y yo, borrachos de dolor, no escuchamos los rumores. Los dos o tres uruguayos que habían viajado a Buenos Aires para despedirla estaban atónitos, sin saber si ofenderse por haber sido tomados por estúpidos o enorgullecerse por haber entablado amistad con una figura heroica, legendaria, internacional.
Esa especie de tía que llegaba a las reuniones con pasteles de espinaca en 1940 había dibujado los planos de la casa de Frida Kahlo para el asesinato de Trotsky, una información que nos causó estupor. Ese crimen, podríamos haber dicho nosotros, trotskistas viscerales, había sido la tragedia más grande de mi familia.
Una vez finalizado el entierro de mi madre, los amigos regresaron al Uruguay y ya no los vimos. Recién nos enteramos de la noticia veintitrés años más tarde. Después de aquella primera revelación —que yo no creí—, mi hermano volvió a visitarme con toda la bibliografía fundante: el libro de Sudoplátov, subrayado con arrebato; el artículo de Fernando Barreiro en la revista uruguaya Tres con los testimonios de todos los amigos de nuestros padres; un casi inencontrable ensayo del español Javier Juárez; dos notas de los medios Cambio 16 y El País. Se había publicado, también, un enorme corpus de ficciones sobre María Luisa.
Dos años más tarde decidí viajar a Montevideo. Yo estaba muy lejos de las utopías familiares y no me resultaba estimulante, en principio, escarbar en la vida de mis padres, sus amigos, sus amantes, su revolución. Desde muy chica había intentado escapar del ideal que soñaban para mí, una muchacha moderna del estilo de esas muñecas lesbianas, de pelo cortado a la garçon y jardineros a cuadros que me regalaban en los cumpleaños. Mis amigas las miraban con lástima; yo, con odio. Mi secreta heroína, de trenzas anudadas alrededor de la cabeza, bordaba junto a la chimenea con faldas severas, largas y fruncidas; yo era la Winona Ryder que quería ser monja en Mi madre es una sirena, la sor María de La novicia rebelde. Mientras en el living se exhibían los tomos hipersexuados de la Claudine de Colette, mi colchón escondía la saga moralizante de Mujercitas. Esa había sido mi lucha.
La circunstancia de que el libro que acababa de escribir se situara en el siglo XIX no era casualidad sino destino. El vivir peligrosamente, leitmotiv de mi madre —boina, pitillo de tabaco negro, pantalones cigarette de cintura alta, camisa abierta anudada bajo el pecho, casi podía escucharse la música de jazz—, era la condición misma de mi existencia. De otro modo, ¿se habría escapado conmigo en brazos, recién nacida, del hospital Británico de Buenos Aires sin pagar la factura para unos meses más adelante irrumpir con brío, otra vez llevándome con ella, en un departamento de nuestro edificio donde vivía un niño enfermo de poliomielitis, con el propósito de desafiar a los vecinos (“pequeñoburgueses pusilánimes”) que proponían decretar en cuarentena el piso y aislar a sus habitantes?
Me “cosía” los dobladillos de las polleras con alfileres de gancho; ignoraba que las zapatillas de lona de gimnasia —actividad del colegio que yo detestaba— se lavaban y pintaba las mías con tiza para blanquearlas (o ensuciarlas). Solía darnos a elegir entre ir al cine de la playa Malvín, en Montevideo, o a la pizzería; si tocaba cine no había pizzería, pero tampoco ninguna cena. Esta práctica desarrolló en mi hermano y en mí una mentalidad eminentemente práctica: nos gritábamos de cama a cama (en el medio había un ropero que dividía la habitación en dos) e imaginábamos copiosos festines. Nuestro deleite era retarnos a nombrar los platos —salía una milanesa napolitana, unos ñoquis con tuco—, un procedimiento cenestésico que nos impregnaba de saciedad y dicha.
La canción que sonaba en nuestro combinado era “La vie en rose”, su grito de batalla. Porque su estrategia militar era decretar el rosa donde el mundo se mostraba marrón o gris. Al extremo de convertir a mi hermano en un cross dresser involuntario cuando lo mandaba a nuestros primeros bailes con unas camisas de color fucsia y con pinzas. Pese a la feminización que la ropa de mujer o las tareas domésticas que realizaba podría implicar —lustrado en “patines” de los pisos de nuestro apartamento, fritanga de boñatos semicrudos y sobre todo la producción de unos fabulosos purés Chef instantáneos—, mi hermano no llegó a adherir a las filas de la Quinta Internacional, uno de los tantos eufemismos con que mi padre aludía a la homosexualidad.
Rehén de sus ideales, sus lecturas y su exaltación, yo no dejaba de amasar en silencio mi rebeldía. Una investigación en la que trabajé durante diez años sobre las hermanas Brontë no tuvo otro propósito que el de insertarme, durante la Inglaterra victoriana, en la vida parroquial de un pueblito recóndito de los páramos del Yorkshire; muy lejos de casa.
Crucé el Río de la Plata en barco a comienzos de 2020. Viajaba con reticencias, dispuesta a empezar la investigación y decidir sobre la marcha si seguiría o no el proyecto.
Capítulo 2
Los niños de María Luisa
Montevideo, 2020
Una vez que el barco atracó en el puerto salté al pequeño automóvil que me esperaba en la bodega. Aún no sabía que la pandemia de covid me rozaba los talones cuando atravesé Montevideo con el viento en la cara, por el camino de la rambla, decidida a rastrear lo que quedara de la vieja pandilla.
La ciudad era un paisaje yermo. Los amigos que no estaban muertos habían emigrado a Cuba o perdido la memoria. Algunos de ellos, como Juan Fló, habían sido hermosos y brillantes, unos personajes de Scott Fitzgerald; misteriosa y opaca, Esther Dosil de Ramírez podría haber protagonizado una novela de Graham Greene. En 2020 Fló padecía alzhéimer y no se acordaba de nada, pero, en cambio, la viuda del profesor Ramírez había dejado el casete secreto en el que recordaba demasiado. Antes de morir, la más íntima amiga de María Luisa había grabado unas declaraciones extraordinarias que nos involucraban a todos. Luego llegarían los hallazgos que aún no habían sido vistos por periodistas e historiadores: telegramas, informes forenses, mapas hidrográficos, los regalos que nos incriminaban. Empecé por el hijo menor de Esther Dosil, Luis Ramírez, el ermitaño. El niño al que María Luisa había malcriado con vasos de vino aguado y tortillas españolas, el ahijado que adoptó al más sanguinario de los perros policía. Nadie lo había entrevistado, su existencia era un enigma. Lo llamé por teléfono con cautela, no en calidad de escritora sino en nombre de aquellos que habíamos sido, sesenta años atrás, los niños de María Luisa. No nos conocíamos, porque yo pertenecía a la segunda camada y él a la primera, pero accedió a que lo visitara. Animada por haber encontrado a esta estrella espectral conduje para el lado de Lagomar, camino a Punta del Este. Llevaba un whisky MacMillan y cuatro botellas del vino tinto más caro que pude pagar en la Tienda Inglesa de Carrasco. Por inspiración, por pálpito, pensé que ese obsequio podía vencer su reserva.
Los datos eran precisos: número exacto de manzana y de parcela, pero ninguno figuraba en Google Maps. Una vez llegada a Costa Urbana doblé kilómetros tierra adentro, en dirección contraria al Río de la Plata; me perdí entre solares humildes; hablé con familias alegres y bulliciosas con muchos niños; vagué por ranchos deshabitados y por otros superpoblados hasta que di con el indicado, donde me recibieron los ladridos furiosos de dos perros gordos de medio metro de alto con pinta de ovejeros belga. De pelaje encrespado negro, con los mechones enredados hechos rastas, tornaron en corderos apenas me agaché para tranquilizarlos. Acaricié sus cabezas amables y mugrientas en el umbral, mientras lo veía acercarse.
Luis Ramírez tenía 72 años. Enorme, con una cabellera blanca larga hasta los hombros, el bigote y la barba bajo la nariz inflamada y roja no alcanzaban a tapar el rictus sombrío de sus labios y el entrecejo fruncido. Dejé el auto sobre el patio delantero de tierra, tras un viejo portón de metal bastante firme. Dentro de la vivienda un olor a moho o fermento, dulzón, penetrante, aumentaba la presión sobre mis sienes, agobiadas por treinta y ocho grados de un calor húmedo y pegajoso. El sonido de una radio llegaba de una pieza del fondo. Un imponente juego de comedor de madera rojiza, de esos de paraíso que se venden al costado de las rutas en el campo, ocupaba casi todo el aposento. Con tosca cortesía y respiración agitada de asmático o de oso de montaña, me condujo hacia un catre con almohadones que, como en mi casa infantil de Montevideo, hacía las veces de sofá. Una vistosa matera de cuero, sin su mate y su termo, colgaba de un clavo en la pared.
Después de entregarle las botellas encendí el grabador de mi teléfono, consciente de que, para evitar su rechazo, nuestra charla, al menos al principio, debía ser inofensiva.
—Antes de dejar el Uruguay, María Luisa repartió todas sus cosas entre los amigos. ¿A vos qué te dejó?
Me miró con fijeza. Domador de caballos, tropero y gaucho, peón de estancia; hosco, iracundo, hacía siglos que no hablaba de su madrina. La respuesta tardó en salir, ronca, entrecortada, envuelta en un intempestivo nudo de llanto.
—¡A mí me regaló la vida!
Charlamos durante tres o cuatro horas. Hubo abrazos, hubo sollozos. Cuando anochecía me acompañó caminando despacio hasta el umbral, con el aliento silbándole en el pecho. El olor de la casa, que no se me quitó ni siquiera luego de bañarme y de tirar la ropa bajo la ducha del hotel, parecía gritarme que la historia de María Luisa había cobrado vida y sustancia.
Ahora debía encontrar al hermano mayor.
Hallar al Cabeza Ramírez, primogénito entre los niños que María Luisa cuidaba en los dormitorios, fue más difícil. Peregrino durante toda su vida, se había afincado por fin en Magé, a setenta kilómetros de Río de Janeiro. Solo luego de varias jornadas de indagaciones logré ubicarlo por teléfono.
El Cabeza es el espejo invertido de su hermano menor. Chistoso, veloz, inteligente, contradictorio, malhablado, en nuestras charlas —infinitas, a lo largo de dos años— nunca dejó de colar insinuaciones pícaras, observaciones de doble sentido.
—Yo era muy alborotador, tenía fuego en el culo.
—¿Y tu hermano Luis?
—Con él no me hablo hace años.
Los hermanos peleados a muerte, María Luisa en el centro del drama. Y sobre los tres, el peso del cadáver del padre. Las sospechas, las acusaciones a la madrina. Caín y Abel, una telenovela de espionaje.
No veía a Rodrigo, el hijo mayor de Fló, desde los años 60. El balneario de Bella Vista queda a pocos kilómetros del ranchito de su familia, donde habíamos pasado juntos algunos veranos. Su cabaña destila esa austeridad uruguaya tan entrañable: rodeada de un bosque de eucaliptos y aun así luminosa, tiene las paredes pobladas de bibliotecas y cuadros y un cristalino olor a mar. Más allá, en un claro de los árboles, se alza el taller, un espacio largo y angosto con caballetes, mesas, dibujos apilados, pinceles, tachos y frascos de acrílicos y óleos, bastidores colocados uno tras otro, con obras terminadas y otras en proceso que me recuerdan la pintura abstracta rioplatense que tanto gustaba a mis padres. En plan de entender los acontecimientos y establecer algunas conexiones, en nuestras conversaciones tendimos una línea que unía a María Luisa, a mi madre, a su padre y a Esther Dosil de Ramírez. Gran artista visual, con ojos azules rasgados, pelo blanco y ese tono de barítono característico de los montevideanos, me habló de “la jauría impresionante, unas bestias” que María Luisa había dejado a su cuidado.
El hecho de que un amigo de la niñez hubiera heredado los perros de María Luisa tenía valor de documento histórico para mí. Rodrigo Fló y los hermanos Ramírez eran una prueba viviente de que los chiquilines a los que María Luisa cuidaba en los dormitorios formábamos parte de esta historia. Sí, esta era también nuestra genealogía.
Antes de dejar el Uruguay me topé con una documentación única que dormitaba en las carpetas de Fernando Barreiro. El periodista había sido el primero en abordar esta investigación y, en calidad de contemporáneo y amigo o conocido de los protagonistas de la trama, entrevistó a los implicados y también a los no implicados; llegó hasta la hija de Siqueiros, el nieto de Trotsky en México, exagentes de la KGB, la empleada doméstica de María Luisa en Rocha. Varias veces citado y sobre todo plagiado, el artículo que publicó en 1995 dio luz y trazabilidad a casi cuarenta años de las andanzas de María Luisa. Conversamos durante horas, discutimos teorías, contrastamos datos y reportajes, volvimos a hablar dos o tres veces por semana, nos hicimos amigos.
Por su parte, el Archivo Fló incluía una correspondencia personal que develaba la maraña de emociones que desató el descubrimiento entre nuestra familia y nuestros amigos. Fló, filósofo, crítico de arte, tan cercano a nosotros no solo por afinidades políticas y literarias sino porque era cuñado e íntimo amigo del último amante de mi madre en Montevideo. Apenas se enteró del affaire María Luisa, se internó en una obsesiva investigación de la que obtuvo decenas de materiales. Su correspondencia de 1997 con Mario Fernández, el cónsul uruguayo en Génova, ilustra de modo vívido la perplejidad, el “torbellino emocional” como lo llamaron ellos, el Zeitgeist privado de la comunidad que rodeaba a nuestra amiga.
Esta es la primera carta de Fló, desde Montevideo, a Mario Fernández, en Génova:
“No es preciso que te cuente la revulsiva y desasosegante modificación del pasado. Por primera vez viví la experiencia de una modificación abrupta del pasado. Eso de que no podemos modificar el pasado tiene todavía un complemento que generalmente olvidamos: si bien está blindado para nosotros, que no podemos intervenir en él, él mismo es capaz de metamorfosis y catástrofes… Y sentí la necesidad de recuperarlo en su nueva versión del modo más preciso… Tú, que tanto trataste y quisiste a María Luisa, no podías sino ser el primer evocado cuando reviví mi experiencia de aquellos momentos”.
Merced a las cuarentenas y prohibiciones impuestas por la pandemia, la tarea de investigación y escritura de este libro me llevaría cinco años. Si Fló había olvidado todo y mi madre y Esther Dosil de Ramírez estaban muertas, tendría que sortear las restricciones aéreas y visitar a los amigos que habían emigrado a Cuba, y debía hacerme con el testimonio de Tamara Ivánovna, una alumna de María Luisa en Moscú.
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