La dictadura de la felicidad y el éxito, según la filósofa Florencia Sichel
Florencia Sichel cuestiona la presión por la felicidad y el éxito en “Todas las exigencias del mundo”, el libro que combina filosofía y humor para pensar la adultez contemporánea.
“Nadie puede ser feliz todo el tiempo, y sin embargo vivimos bajo la presión de tener que demostrarlo.”
Así define Florencia Sichel el núcleo incandescente de su libro “Todas las exigencias del mundo: Un ensayo sobre la adultez en el siglo XXI», publicado por editorial Planeta y transformado además en un show de stand up sobre el escenario de la sala Orsai del Paseo La Plaza, en Buenos Aires. ¿Se puede ser feliz todo el tiempo? ¿O vivimos a caballo de unas demandas que parecen obligarnos a sonreír y mostrar un éxito que nunca es suficiente?

Filósofa, autora de cuatro libros, creadora de contenidos en redes y performer, Sichel explora con soltura y pensamiento crítico las tensiones de los adultez de esta época. Esto es: la presión de ser productivos, exitosos, saludables y mostrarse siempre en la “mejor versión” posible. Una suma de exigencias que se vuelven puro agobio y angustia, por inalcanzables y, en la mayoría de los casos, irreales. Sus reflexiones se despliegan tanto en el escenario como en sus libros y reels de Instagram, donde cruza escenas cotidianas con teoría.
En esta entrevista con Lecton, Sichel no sólo mira con agudeza la maquinaria descomunal de autoexigencias a la que se someten los adultos de hoy, sino también la relación con el trabajo, con la realización, el hiperconsumo, y con las frustraciones que traen aparejadas. No es una mirada de una erudita ajena a todo y más allá de todo: es la mirada de alguien que hace malabares entre la maternidad y los cuidados, que tiene múltiples trabajos, que conoce lo que es la crisis habitacional y que lo cuestiona.
-En “Todas las exigencias del mundo” planteás que la adultez está atravesada por mandatos que sofocan y que se vuelven casi imposibles de cumplir. ¿Cómo describirías esa maquinaria de la exigencia hoy, y qué efectos concretos ves en la vida cotidiana de los adultos?
-Lo que planteo es esta idea de que las exigencias siempre nos acompañaron, y que por supuesto van cambiando en función de cada época. Contrapongo la “generación de hierro”, la de nuestros padres o abuelos, que crecieron con una idea de adultez mucho más seria, prolija y ordenada, donde valores como el trabajo y el sacrificio eran pilares fundamentales, y donde el foco no estaba puesto en lo que hoy sí lo está, más aún por el mundo digital y el rol de las redes sociales. Nosotros, en cambio, somos una generación de adultos que quiere elegir mucho más lo que hace, que cuestiona esos mandatos heredados, esos checklists de la vida que se suponía que teníamos que cumplir en torno al trabajo y la familia, pero que —y acá se abre una pregunta— no necesariamente somos más libres. Hoy esta maquinaria de la exigencia se pone en juego con expectativas cada vez más altas, de que todo nos salga de la mejor manera posible. La vara está súper alta en todos los aspectos y eso genera mucho cansancio al final del día, esta sensación de que nunca podemos frenar o bajarnos del tren. El éxito se traduce en lograr objetivos medibles: más seguidores, mejor trabajo, mayor sueldo. Todo pasa por el tamiz de la productividad.
-En el texto retomás la tradición que mostraba la adultez como seria y ordenada. ¿Qué huellas deja esa herencia en los adultos actuales, que cargan con múltiples mandatos y al mismo tiempo son acusados de ser “de cristal”?
-Por supuesto uso esos dos términos no en sentido estricto, porque está claro que por mi edad no soy parte de la generación de cristal, pero sí creo que en mi caso, los Millennial hemos quedado a mitad de camino entre estas dos generaciones. Fuimos criados de una manera, pero a su vez estamos criando a hijos que sí pertenecen mucho más a esta generación de cristal. A mí me parece que, como con todo, hay que evitar caer en prejuicios y en múltiples mandatos. El desafío tiene que ver con construir nuevas narrativas de esta adultez: si no nos representa ya la adultez de nuestros padres o de nuestros abuelos, ¿qué nos caracteriza a nosotros?,¿qué ideas queremos?, ¿qué valores queremos que sobrevuelen? Para mí, es importante reivindicar la idea de experimentación. Estoy lejos de pensar que la adultez tiene que ver con llegar a algo; para mí es adulto el que prueba y el que se permite pegar volantazos y el que asume las equivocaciones y aprende sobre los errores. Me parece que hay que empezar a pensar otra idea de adultez, mucho más abierta y permeable a los problemas y a las contradicciones de esta época.
-El libro señala que la exigencia no sólo aparece en el trabajo, sino también en los vínculos, en los cuidados, incluso en el ocio. ¿Qué implica que todo se convierta en un terreno de autoexigencia, y cómo se relaciona con la idea de que debemos ser siempre nuestra “mejor versión”?
-Ser nuestra mejor versión parece significar rendir lo mejor, vernos de la mejor manera, rodearnos de “buenas personas” en vínculos transaccionales. Eso nos aleja del ocio y del tiempo libre, y pone en jaque los cuidados, porque cuidar al otro es mucho más complejo que ser esa mejor versión. Ni hablar cuando tenés hijos chicos o adultos mayores: hoy hay una crisis de los cuidados muy grande, que también se relaciona con este mandato de éxito pensado desde la individualidad.
-La “happycracia”, como la llamas, aparece como uno de los núcleos. ¿Cuándo sentiste que la felicidad dejó de ser un deseo para convertirse en un mandato ?
-No cuestiono la búsqueda de la felicidad, que es propia de los seres humanos. Lo interesante es el significado social que tiene hoy: antes la felicidad estaba ligada a una buena vida en sociedad, ahora pasa por algo individualista y asociado estrictamente a emociones positivas. Se equipara a ser optimistas, dar lo mejor, tener buena cara. Eso genera una presión enorme, porque nadie puede ser feliz todo el tiempo, y se convierte en mandato porque no soportamos otras emociones.
Se vuelve agotador que en cada cosa que hacemos -cotidiana, mínima, incluso irrelevante- esté presente esa presión por estar felices y mostrarnos así. Abrís un yogur y dice “sonreí”. Le contás algo importante a tu tía y te dice “ponele onda”. Pasás horas viendo pedacitos de reels o Tik Toks idealizados de la vida de otros. Una cosa es la búsqueda genuina de bienestar, de sentido, y otra es esa exigencia social constante de parecer felices».
Florencia Sichel
-Reivindicás la angustia como fuerza vital frente a la homogeneidad emocional. ¿Por qué?
-En filosofía reivindicamos la angustia, y no hablo de depresión, sino de esta condición existencial que implica estar abiertos al caos de la vida. No es algo bueno o malo, es el devenir. No hay manera de moverte por la vida sin sentir angustia en determinadas situaciones. La reivindicamos porque conecta con el deseo: muchas veces la angustia es posibilitadora, gracias a ella podés darte cuenta de lo que necesitás o de lo que necesita el otro.
-El trabajo y la vocación se confunden. ¿Qué riesgos ves en esa fusión y cómo se refleja en tu trayectoria?
-Creo que hoy hay una crisis muy grande del trabajo y de la vocación también, justamente porque sobre todo la generación Z, se dio cuenta viendo a sus propios padres, que incluso teniendo trabajos, algunos con vocación y otros sin vocación, quizás no lograron esa vida que esperaban. Eso, sumado al avance de Inteligencia Artificial, a los cambios tecnológicos que trae aparejados, y a la crisis del trabajo -porque uno puede trabajar un montón y aún así no llegar a fin de mes-, me parece que es un problema muy grande del que tenemos que hablar. No pienso que necesariamente haya una fusión entre trabajo y vocación, yo creo que hay una crisis muy grande del trabajo en sí. Después sí, hay también una presión de que nos tiene que gustar nuestro trabajo, y esa famosa frase: trabaja de lo que amas y no trabajarás ningún día de la vida. Muchas veces disfrazamos precariedad laboral en nombre de ser tu propio jefe o ser un emprendedor. Incluso ves en Linkedin un montón de frases que hablan de salir de la zona de confort. Lo que digo en este libro es que primero, para poder salir de la zona de confort, tendríamos que tener una zona de confort. Yo estudié filosofía, que es una carrera anticonómica en un montón de aspectos, sobre todo en este mundo súper productivo. Y además, cuando tenía 18 y tenía que pensar qué estudiar, no me interesaba como objetivo el dinero, pero sí me interesaba por supuesto tener una buena vida. Hoy, hay algo de eso que está corrido: a los jóvenes sí les interesa mucho más esto de tener plata como un valor y como un objetivo, que se traduce como una necesidad de una época.

-Sobre la precariedad laboral y habitacional…¿cómo se entrelazan esas condiciones materiales con las exigencias culturales de la adultez?
-Aprendimos que adulto es el que de alguna manera tiene cierto control estructural sobre las necesidades básicas de su vida. Hoy, más allá de que los datos hablan de que el 50% de nuestro país es pobre, o está con condiciones muy malas, yo en el libro incluso lo hablo desde mi posición de adulta de clase media y consciente de un montón de privilegios, pero que siendo profesional o trabajando un montón, no le escapa a la crisis habitacional, a tener que alquilar y a tener cinco empleos para llegar a fin de mes. Eso también nos genera mucha insatisfacción porque, en una época que te habla todo el tiempo de que lo que tenés depende de vos y lo que no tenés también depende de vos, me parece que es urgente que podamos tener conversaciones serias sobre lo que nos preocupa, sobre lo que nos importa, y sobre todo hablar de esas contradicciones, y poder reconocernos adultos aún no pudiendo conseguir un montón de cosas que quizás consiguieron nuestros padres. Somos la primera generación que va a ser más pobre que sus padres, por el acceso a la vivienda, y eso es algo que también nos toca y de lo que hay que hablar.
-La maternidad ocupa un lugar central en tu escritura, tanto en el libro como en tu newsletter «Harta(s)». ¿Cómo se entrelazan la filosofía y la experiencia de la crianza en tu mirada?
-Tenía mucho miedo de qué iba a pasar cuando me convirtiera en madre con mi carrera profesional, porque me consideraba -ahora ya no tanto, aunque también-, muy workaholic. Era una gran incógnita qué iba a pasar cuando me convirtiera en madre, y por suerte, ahí está lo interesante de la vida, lo misterioso: la maternidad me presentó un campo de sensibilidad y de preguntas que nunca antes había tenido. Siempre me interesó la divulgación de la filosofía, y me especialicé en filosofía con niños y niñas, pero la maternidad me puso frente a temas en relación a los cuidados, al feminismo, y la sociedad, de un modo filosófico. Si yo antes tenía tres horas para leer tranquila, ahora lo hacía con un bebé en brazos, y eso que, de alguna manera, al principio me apagullaba y me asustaba, después se transformó también en una herramienta de producción. Yo trabajo en escenarios muy contaminados por los cuidados, por mis hijas, por los tiempos interrumpidos, y por eso también, mi escritura es más corta, por eso también yo intento hablar de la manera más clara posible, porque es también el desafío de hacer filosofía en estos tiempos.
La forma de vida que adoptamos es la del cansancio. Las condiciones en las que producimos nos impusieron que esa sea la forma en la que vivamos. Empezamos a contar una narrativa en torno al agotamiento que nos es funcional y hasta nos hace ver más productivos. El relato que circula entre mis amistades es “no doy más” y a veces parece una competencia entre quién vive peor para demostrar lo exitosos que somos».
Florencia Sichel, en su newsletter, «Harta(s)».
-Hay un tema que sobrevuela todo y es la relación de completa simbiosis y dependencia con los celulares y las redes sociales. ¿Cómo define eso a los adultos de hoy?
-Se me viene a la cabeza «La generación ansiosa», el libro que explica este comportamiento de absoluta dependencia hacia los celulares y pantallas y redes sociales. A mí, que trabajo en educación, me consultan mucho qué hacer con los más chicos, y yo siempre contesto que tenemos que mirarnos a nosotros mismo, porque somos nosotros los que hoy no estamos pudiendo poner ningún tipo de límite al trabajo tampoco, ni las pantallas. También esta idea de que estamos agotados, yo creo que en realidad parte de que las pantallas nos comen nuestra atención la mayor parte del día. Ya ni siquiera es que estamos viendo una película entera, sino que estamos escroleando contenido vacío, que no nos deja nada, pero que nos absorbe. La sensación es de mucha frustración y miserabilidad al final del día. Me parece que ahí tenemos que poder hacernos cargo del problema y a tomar ciertas decisiones o armar estrategias para volvernos a educarnos. Es casi como una cuestión de hábitos, para tener hábitos más saludables respecto a esta dependencia que lejos de tranquilizarnos nos perturba.
-Por último, ¿qué lecturas te acompañan?
-A mí me gusta pensar los textos en sentidos amplios y leo muchas cosas y muy distintas. Me encantan, por supuesto, los ensayos, es uno de mis géneros preferidos, libros de no ficción. En ese sentido leo un montón de filosofía, desde filosofía más clásica hasta autoras que me gustan como Renata Salek, como Anne Dufermantele, como Saramed. Me encanta leer también divulgadoras argentinas como Diana Mafía, como Danila Suárez Tomé, como Macarena Marey, como Florencia Abadi. Me encanta también leer ficción, trato de leer libros más cortos por un tema de atención, pero me gusta. Poesía también me encanta. Y después me encanta el cine, me encanta el teatro, me encantan todos los registros que permitan contar historias. En ese sentido, casi que lo que más me gusta hacer es leer, ver películas, ir al teatro y escribir. Ese es como mi campo. Y escuchar canciones también. Trato de que todo eso que voy haciendo me retroalimente y me sirva para seguir aprendiendo.
“Nadie puede ser feliz todo el tiempo, y sin embargo vivimos bajo la presión de tener que demostrarlo.”
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