Lectura y escritura, un lugar para las utopías

"La lectura es un acto decisivo para la comprensión del mundo en que vivimos"

Por Abelardo Castillo (*)

Hacia 1945 cayó en mis manos un libro infantil que se llamaba algo así como Negro sobre Blanco: Historia de los libros. No recuerdo su autor, porque en la infancia lo que nos preocupa es aquello que sucede dentro de los libros, la fábula que sus páginas nos cuentan, no el hombre casual que los escribió. Lo curioso es que recuerdo el sello editorial: se llamaba Calomino, traía en alguna parte el logotipo de un pájaro y era de La Plata. También recuerdo que empezaba contando un apólogo que no se ha borrado de mi memoria en casi sesenta años. Un hombre candoroso o loco se propuso encontrar, entre todos los libros del mundo, el primer libro escrito por un hombre. Envejeció buscándolo. Por fin se precipitó de una escalera que podemos presumir altísima, en alguna biblioteca que podemos presumir casi infinita, y se mató, por supuesto sin encontrarlo.

No sería nada raro que Borges, que parecía haber leído todos los libros, también conociera esta historia y que, sin saberlo, haya vuelto a inventarla en La Biblioteca de Babel. Aquel cuento tenía un colofón, que a los diez años me deslumbró. Lo que ese hombre no sabía es que el primer libro no había sido un libro, sino un hombre. Ese día me enteré, estupefacto y como atravesado por la magia, de que la literatura es anterior a la escritura, y que los libros, lo que hoy llamamos libros, se inventaban y luego se recordaban y se cantaban y se transmitían a través de las generaciones. Y había todavía otra historia, tan o más fascinante que la de ese buscador loco. La de Itelio, si no recuerdo mal el nombre. Itelio era comerciante romano de la época imperial, muy poderoso y muy analfabeto que daba formidables banquetes a sus conciudadanos cultos pero que no podía intervenir en sus sobremesas por falta, digamos, de conversación.

¿Que hizo? No; no aprendió a leer. Eligió a cincuenta o cien de sus esclavos más despiertos y los obligo a aprenderse de memoria un libro famoso. Estos esclavos terminaron llamándose como los volúmenes que habían memorizado. Odisea, Eneida, Epístola a los Pisones, Los siete contra Tebas. De modo que si, en algún momento de la comilona, las charlas derivaban hacia el tema de la muerte, Itelio podía intervenir del siguiente modo: «Ah sí, a propósito de eso recuerdo algo referido a las exequias en la antigüedad». Y lo hacía venir a Ilíada y le ordenaba recitar los funerales de Pratroclo. Y, ahora que lo pienso, tampoco sería nada raro que si Ray Bradbury conocía mi libro de niñez, esa biblioteca parlante haya sido el origen de Fahrenheit. Los rastros de estos remotos libros sonoros no se ha han perdido en el mundo contemporáneo. ¿Qué es, finalmente, la representación de una obra de teatro sino un libro hablado? Y yendo al centro de la cuestión, a su metáfora última, qué es cualquier libro de poemas, cualquier novela, cualquier tratado filosófico, sino un hombre que habla con otro hombre. Si algún sentido tuvo en su origen esta Feria del Libro es justamente ése, y de ahí, por otra parte, el lema con que se inició hace casi treinta años. Todo libro es una voz que va y viene del autor al lector. Como a mi edad ya les está permitido a los escritores recordarse a sí mismos más que disertar, conversar con las manos detrás de la cabeza más que ser ejemplares, quiero acordarme ahora de aquella Primera Feria.

Era, en algún sentido, más entrañable que ésta. Tenía más aspecto de campamento de gitanos que de Feria del Libro. Cualquiera que haya estado en ella recordará, antes que a Borges, Sábato o Mujica Lainez, el imperioso olor de los chorizos asados, aquella especie de calle de tierra al fondo, cerca de la vía, los chicos que se les perdían a sus madres. Lo que no sé si todos recordarán es que esa primera feria estuvo a punto de no inaugurarse.

Era 1975, eran los días de las Tres A, eran los asesinatos de intelectuales y dirigentes obreros en las calles de Buenos Aires; era, en suma, el pródromo demente de la que luego sería la dictadura más sangrienta, irracional y fríamente salvaje que hayamos vivido los argentinos. Es tarde, algunos escritores no demasiado mimados por el poder, para decirlo de algún modo, firmábamos en un stand llamado Convergencia. Sencillamente se insinuó que sería mejor levantar ese stand, porque alguien anónimo había amenazado poner una bomba allí. Juan José Manauta, que era una de las autoridades de la Feria, dijo que la Feria del Libro se iniciaba igual y que el stand se quedaba en su lugar.

La Feria del libro se transformó, sin proponérselo, en una mínima zona liberada. Como era una feria internacional, como era necesario que expusieran editoriales de otros países, era también el único lugar donde uno podía comprar ciertos libros proscriptos de las librerías argentinas.

Profesores y alumnos del interior venían a hablar con algunos de nosotros, como en una mínima peregrinación clandestina. Era el lugar donde, a través de los escritores mejicanos o españoles, se tenía noticias de los escritores argentinos exiliados; y donde, más de una vez, nos sorprendíamos de encontrar a un amigo que creíamos desterrado o desaparecido.

Después, vino a tropezones la democracia; después la feria creció en dimensiones y esplendor, y nosotros en edad. Y todavía después, es ahora. ¿Qué significa hoy exponer libros nada menos que en La Sociedad Rural, y tan cerca, dicho sea de paso, del Jardín Zoológico? Bromas aparte, yo creo que significa o que debería seguir significando lo mismo que significó siempre. Una búsqueda del lector por parte de un libro, un puente entre un hombre y otro hombre. Y acá tal vez habría que descruzar las manos de detrás de la cabeza, ponernos serios, y reflexionar sobre el sentido profundo de la palabra lector. Porque la palabra lector, fuera de los límites de esta Feria, de estos laberintos de luces y de estas bibliotecas y mesas de libros en muchos idiomas, o, para decirlo de una vez, allá afuera, en el mundo real, la palabra lector significa algo más -y no algo menos; algo más, repito- que lo que significa para nosotros en esta especie de País de la Hadas.

La lectura, no ya la lectura del Quijote o Guerra y Paz sino la lectura a secas, el mero acto funcional de leer que se aprende en una escuela primaria, es un acto decisivo para la comprensión del mundo en que vivimos. Leer es descifrar una intrincada escritura que nos circunda y nos rige.

Los nombres de las calles, los afiches de propaganda, los titulares de un diario, las señalizaciones de un hospital, el prospecto de un medicamento en el que puede estar en juego la vida de tu hijo, arman una trama de signos que son al mismo tiempo la casa que construyó Asterión y el hilo que nos guía para encontrar el camino hacia nuestra libertad. Y no hace falta articular un discurso poético o académico para demostrar que la instrumentación de la ignorancia es el arma más formidable para aniquilar la libertad de un pueblo. Sé perfectamente que ya se han implementado dignísimos planes que intentan encauzar a los chicos y a los jóvenes en el hábito de la lectura. Enhorabuena. Pero también sé por experiencia que si no se tiene en cuenta dónde nació y cómo vive y qué come -cuando come- la mayoría de esos chicos, ningún plan pasará de ser, en el mejor de los casos, un modo honorable de pagarle a la conciencia, y, en el peor, una manera de justificar el sueldo de unos funcionarios. El analfabetismo, no el de Itelio sino el de los pueblos, así como el semianalfabetismo y como esa otra plaga que nunca tienen en cuenta las estadísticas, el analfabetismo por desuso, no es un problema cultural, literario, espiritual o ético: es un problema social.

En Latinoamérica y en nuestro país -que para bien y para mal es cada día más Latinoamérica- hay iletrados, hay analfabetos, hay ignorantes porque hay miseria. Un libro necesita ser leído para volverse real, eso lo sabemos todos. Tal vez debamos preguntarnos ahora, que todavía hay tiempo, por dónde necesita empezar un hombre para llegar, un día, a leer un libro. Y, para terminar, para hablar por fin como autor de ficciones, me limito responder una pregunta que oí muchas veces y que volvieron a hacerme hoy mismo. Cuál es, me preguntaron, el lugar del escritor argentino en el mundo contemporáneo. Yo dije que esa pregunta sería más fácil de responder -y la respuesta, más desalentadora-, si nos preguntáramos por el lugar del arte en general. Si lugar significa influencia o importancia práctica, el arte, y con él la literatura, quizá ya no ocupa ningún lugar.

Hace años podía hablarse de la misión del escritor, de su destino, de su compromiso histórico. Mi generación veía la literatura como arma, como testimonio o como modo del conocimiento. Como una suerte de artefacto estético, en suma, destinado -aunque fuera a largo plazo- a influir sobre la gente y a cambiar el mundo. No importa que estas ideas fueran falsas o candorosas. Lo que importa es que eran ideas que podían pensarse y, sobre todo, eran ideas que justificaban de algún modo el acto escribir.

El problema del escritor actual es que ya no se pregunta para qué sirve la literatura; y no se lo pregunta por miedo a la respuesta. Siendo escritor, uno no puede reflexionar acerca del sentido general de la literatura, sin caer en cuál es el sentido particular de mi literatura. El escritor tradicional resolvía el problema imaginando que, por lo menos, era un ser necesario.

Hoy sospecha que esta coartada es falsa, y, con simulada humildad, se vuelve pragmático: se ve a sí mismo como un puro objeto de la economía de mercado. Un libro, piensa, es algo que se vende; por lo tanto, su autor es un productor de bienes de consumo. La finalidad de una novela no es perdurar, ni testimoniar el mundo, ni siquiera ser leída: la finalidad de una novela es que alguien pague dinero por ella. Ya no se habla de buenos libros: se les llama best-sellers, que quiere decir «mejor vendidos» o «más vendidos».

¿Más vendidos? Si algún día se le ocurriera a alguien hacer una competición un poco heterogénea, y pusiera en el mismo rango, televisores, marihuana, computadoras, revólveres y novelas, sin duda las novelas desaparecerían de las listas de best-sellers. En un país donde las obras de ficción no venden más de dos o tres mil ejemplares, y esto cuando son una especie de acontecimiento nacional, es difícil, siendo escritor, sentir que todavía se ocupa algún lugar. ¿Quién tiene la culpa de esto? Confieso que no sé. Y confieso que el aspecto editorial del problema no me importa demasiado. Estamos atravesando por lo que yo llamaría una crisis universal del sentido. La religión, la ciencia, el arte, ya no dan respuestas a nadie. El final de la historia, el fin de las ideologías, la muerte de las utopías, quieren decir, sencillamente, que no le vemos sentido al mundo. La pregunta, entonces, sería: ¿qué sentido tiene la literatura en un mundo sin sentido? No hay más que dos respuestas. La primera: ningún sentido. La segunda, es precisamente la que hoy no parece estar de moda. El sentido de la literatura, como el sentido del arte, es imaginarle un sentido al mundo y, por lo tanto, al escritor o al artista que hacen esa literatura o ese arte.

En esto, el escritor argentino actual, el escritor del siglo pasado o de los años sesenta, el escritor de la época de Dante, son exactamente la misma cosa. El escritor de ficciones escribe para establecer un sentido nuevo del mundo; «para devolvérselo en orden a Dios», como decía Unamuno.

Para hacer con los fragmentos de ese mundo despedazado una «otra» cosa que, en la esfera de la estética, se llama el objeto poético, y en la obra de pensamiento se seguirá llamando ideología, política, ética. Dije hace un momento que el escritor ya no ocupa quizá ningún lugar. Y de pronto me parece una buena respuesta, una respuesta metafórica y, por lo tanto, literaria. Todos sabemos que utopía significa precisamente eso: no lugar, ningún lugar. Un escritor no es sólo un señor que publica libros y firma contratos y aparece en la televisión. Un escritor es un hombre que establece su lugar en la utopía.

 

(*) Escritor. El texto es su exquisito discurso en la inauguración de la Feria Internacional del Libro, en Buenos Aires


Por Abelardo Castillo (*)

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