Crítica: “Los diarios de Emilio Renzi: Los años felices”

En el segundo tomo de “Los diarios de Emilio Renzi”, Ricardo Piglia aborda el tiempo que va de 1968 a 1975. En su crítica, Alan Pauls recorre los tópicos que recorren esta etapa en la vida del escritor.

Al final del primer tomo de los diarios de Ricardo Piglia, Emilio Renzi -réplica espectral del autor, único nombre de ficción en un mar de nombres reales que, para colmo, no lo nombran nunca, lo que lo convierte un poco en ese muerto que habla en el Valdemar de Poe o el Sunset Boulevard de Billy Wilder- acaba de publicar su primer libro, “La invasión”, cuyo proceso largo y sacrificado ocupa buena parte del libro, y ya es un escritor. Tiene 27 años. “Los años de formación” -subtítulo del tomo- daban la impresión de cubrir la constitución paulatina de esa identidad, desde su escena originaria -la caída de Perón y una mudanza forzosa, herida que mueve al jovencísimo Renzi a escribir, sentado en el piso de su casa desmantelada, la entrada inaugural del diario- hasta el acceso a cierto reconocimiento del mundo literario, pasando por una serie de instancias (vida universitaria, bohemia, lecturas tutelares, amores, trabajos) que componen el (auto)retrato extraordinario de un escritor cachorro en los años 50-60.

Define la Forma de Vida Escritor, que incluye desde luego a los escritores que se admira, los problemas formales o de estilo que desvelan, las ideas sobre la literatura que se quiere poner a prueba, pero también ardides para administrar el dinero y las comidas, formas de gestionar la sociabilidad, las pasiones y el afecto, modos de optimizar el aprovechamiento del tiempo: todo un arte de la economía y la autogestión vital puesto al servicio de una causa superior: la devoción a la escritura.

Ese Renzi escritor hecho, entrenado en necesitar lo menos posible, como un monje, un soldado o un militante, es el héroe de este segundo tomo de los diarios, prodigio de determinación que atraviesa confiado las pasiones y turbulencias de lo que llama “los años felices”, el septenio que va de enero de 1968 a mediados de diciembre de 1975, cuando, dos frases después de pensar en voz alta que “el golpe militar está en marcha”, delira con quedarse a vivir en París aprovechando los pasajes que acaba de ganarse en un concurso de cuentos.

Los cortes no pueden ser más significativos; prueban, una vez más, hasta qué punto las intervenciones del Piglia “editor”, que relee y monta sus diarios décadas después de escribirlos, son tan decisivas, y tan extraordinariamente literarias, como el texto mismo que edita. El tomo empieza con Renzi que vuelve de Cuba, faro revolucionario de la época, y termina con la publicación de “Nombre falso” (el segundo libro de Piglia) y las semillas de lo que quince años después será “Respiración artificial”.

En el medio se suceden el cierre de la editorial Jorge Alvarez y su relevo -en el esquema profesional de Renzi, que siempre se ha ganado la vida leyendo- por Tiempo Contemporáneo, el sello donde dirige la célebre colección de policiales “Serie Negra”; la experiencia de la revista Los Libros (compartida con Héctor Schmucler, Beatriz Sarlo y Carlos Altamirano); el proyecto una y otra vez diferido de la novela documental sobre los maleantes argentinos sitiados por la policía en Montevideo (embrión remotísimo de “Plata quemada”); el descubrimiento del Brecht ensayista; el viaje a China de 1974.

El Renzi 68-75 es un sujeto público. Su espacio ya no es la habitación sino el bar, teatro social que Piglia piensa siempre en el triple contexto de la red de amigos, la sociabilidad político-cultural y la tradición literaria. Los pares -sus contemporáneos- se dejan ver menos, o con menor intensidad afectiva, que los amigos “grandes” (David Viñas, León Rozitchner), en los que se mira para ratificar lo que lo distingue y salva de ellos; y si sus pares aparecen no es en calidad de bandas amigas o enemigas, como en el primer tomo, sino como coparticipantes o competidores, términos de comparación que Piglia usa para chequear la singularidad (el valor) de lo que tiene para ofrecer en el mercado literario. La gran salvedad es Manuel Puig, contemporáneo excepcional que ve como un “doble de cuerpo” y lo fascina hasta el plagio.

Piglia viene de Viñas, de su constelación literaria, política y masculina, pero va hacia Puig como hacia un planeta nuevo, excéntrico, del que le bastan media docena de entradas geniales para captarlo todo: es un “novelista profesional”, está decidido a vivir de su literatura (”Nadie que yo recuerde tenía ese proyecto entre nosotros desde Manuel Gálvez”), es un intraducible-traducido, un experimental-comercial, y es ante todo un modelo casi insoportable de ese deseo-que-no-cede-ante-nada que Piglia ha puesto en el centro de la Forma de Vida Escritor.

Del otro lado está el carismático Viñas, que atraviesa los años felices como un hechicero raté y melodramático, experto en hacer polvo todo lo que logra y resurgir de sus cenizas con la pompa de un personaje de ópera. Si Puig es el escritor profesional, suerte de Jeff Koons avant la lettre, parásito metódico e intransigente, Viñas, que “siempre escribe por plata”, parece un tahúr escapado de Arlt, alguien centrifugado por las mismas fuerzas que Puig mantiene a raya y sabe cómo vampirizar.

Piglia está aparte, desmarcado, en ese extraño punto fuera de lugar que construye con encarnizada paciencia: la única posición donde querría estar, “solo pero en el centro del huracán”, la que le permite asilar a Viñas, escucharlo, prestarle dinero, pero también, al mismo tiempo, ligar a Puig con Joyce y Rodolfo Walsh y leerlo como vanguardia (cuando sus contemporáneos lo relegan a la sección “lecturas de verano” de las revistas femeninas).

“Los años felices” son también los años en que Piglia se interroga sobre la materia misma del diario: qué define al género, qué usos puede tener, qué relación establece con la verdad, cómo articula o pervierte los lazos entre vida y literatura, en qué medida funciona menos como un espacio de expresión o registro que como un laboratorio privado. No es casual que el tomo concluya con una confesión: por primera vez Piglia ha hablado en público, en una entrevista periodística, de la existencia de sus diarios.

Si el primer tomo servía para constituir a un escritor, exponer su programa de vida y vigilar su observancia, el segundo no busca otra cosa que inventar eso que -como Piglia bien sabía que Puig sabía mejor que nadie- sólo puede irrumpir cuando el escritor se borra: un narrador y un tono. Ese es el secreto de la felicidad de “Los años felices”: haber dado con esa voz “furiosa, irónica, desesperada, elíptica” que habla por boca de “un protagonista que no soy yo”, Emilio Renzi, último eslabón de un linaje de alias que incluye a Stephen Dedalus, Quentin Compson, Nick Adams, Jorge Malabia y Silvio Astier.

Ese Renzi escritor hecho, entrenado en necesitar lo menos posible, como un monje, es el héroe de este segundo tomo de los diarios.

Crítica: “Los diarios de Emilio Renzi: Los años felices”

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Ese Renzi escritor hecho, entrenado en necesitar lo menos posible, como un monje, es el héroe de este segundo tomo de los diarios.

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